La gente se llama Teresa, Inmaculada, Javier o Francisco. Se les pone esos nombres porque hacen referencia a algún personaje insigne en la historia de la Iglesia Católica. Teresa de Ávila fue una mujer poco corriente, luchadora por defender su concepto de la vida religiosa hasta entrar en conflicto con los Tribunales de la Inquisición, y de la independencia de sus conventos hasta entrar en conflicto con la poderosa nobleza de la época. Javier de Navarra ha sido para muchos un símbolo de la inquietud por ir siempre más lejos, no estar nunca satisfecho con lo hecho, pensar más en lo que queda por hacer que en lo ya realizado. Francisco de Asís es un exponente del shock que puede producir la lectura sin matizaciones del evangelio, suponiendo que las palabras dicen lo que dicen, y no lo que puede interpretarse que dicen. Su comprensión de lo que se dice en el evangelio sobre lo malo que es tener dinero, él se lo tomó así como suena, sin mas consideraciones, y eso naturalmente lo puso en conflicto con una burguesía bienpensante y con una jerarquía eclesiástica mucho más permeable a las influencias del medio ambiente.

Esto me lleva a hacer algunas consideraciones sobre qué significa la santidad. Digamos en primer lugar que hay una santidad homologada, oficialmente proclamada tras un laborioso proceso de investigación sobre lo que suele llamarse las «virtudes heroicas» del sujeto en cuestión. Un abogado defensor, un fiscal y un juez examinan escritos, testimonios, circunstancias, todo aquello que puede aportar alguna información sobre los hechos y actitudes de quien ha sido propuesto para entrar en el catálogo de santos oficiales de la Iglesia Católica. Una vez terminado el proceso con resultado favorable se espera una confirmación sobrenatural del juicio de los hombres: precisamente un milagro. Generalmente la curación de algún enfermo desahuciado. Cuando todo se ha concluido con éxito se procede finalmente por el Papa a la proclamación del nuevo santo.

Por esto digo que hay santos con suerte, porque evidentemente para llevar a feliz término toda esta larga sucesión de trámites meticulosos, para salir airoso de la perspicaz investigación de un tribunal que busca fallos en la conducta de un difunto, que no puede ya justificarse, es preciso que sus admiradores desplieguen un gran esfuerzo para sacar adelante el expediente.

Antiguamente, todo era como más sencillo. Cada Iglesia local conservaba la memoria de las personas insignes de su comunidad: generalmente mártires y obispos. En las reuniones de la comunidad local se mencionaba su nombre con veneración y respeto. Fue en la Edad Media, cuando se hace una lista de personalidades venerables en la Iglesia a nivel internacional. Un monje parisiense, Usuardo, redacta un martirologio general de toda la Iglesia (875). Hasta el siglo XVI no se publica el Martirologio Romano (1548) que a partir de entonces es la única lista realmente oficial.

Pero también han existido lo que yo llamo santos sin suerte. Han sido gente desconocida del gran público. Más allá del círculo de su familia y de sus vecinos, no han gozado de notoriedad. Sin embargo su vida estuvo alentada por la altura de su espíritu y la profundidad de su fe.

A veces también resulta que los santos han sido conflictivos. A lo largo de su vida han tenido que defender con intrepidez la justicia de los pobres. Cuando se trata de personajes suficientemente antiguos, esto no ofrece mayores dificultades. Hoy día la corte de la reina de Inlaterra no se siente incómoda por la veneración que se pueda tributar a Tomás Becket (1117-1170), el obispo inglés asesinado por los partidarios del rey Enrique II, al oponerse el obispo a las prácticas centralizadoras del monarca. Todo está demasiado lejos, como para que la memoria del antiguo arzobispo pueda desestabilizar las estructuras políticas del Reino Unido.

Si los sucesos son recientes no ocurre igual. Cuando asesinaron a Monseñor Romero, el arzobispo de San Salvador, recuerdo que le escribí al cardenal Tarancón sugiriéndole la oportunidad de declarar al arzobispo salvadoreño mártir de la Iglesia Cató]¡ca. Me contestó el cardenal que él personalmente estaba de acuerdo. Pero que a su vez tal declaración tendría consecuencias políticas perturbadoras. La dificultad no estaba en la duda de si Monseñor Romero había sido muerto por dar testimonio de su fe en Jesucristo. El problema residía en las repercusiones políticas que tal declaración tendría en ciertos ambientes sociales y políticos de El Salvador.

Por ello el 1 de noviembre, fiesta de todos los santos, hemos celebrado la memoria de todas aquellas personas que han sido justos, misericordiosos, limpios de corazón, perseguidos por la justicia... y sin embargo no han sido nunca incluidos en ninguna lista de personas eximias, su reproducción iconográfica no ha sido colocada en ningún altar. Un ama de casa, un albañil, un guardia de la circulación, un cura de pueblo, que pasaron por el mundo haciendo el bien, pero que no contaron a su fallecimiento con un grupo de admiradores que se propusieran como objetivo la promulgación oficial de su santidad. No tuvieron esa suerte. Pero Dios ha conservado la memoria de sus vidas, aun cuando los hombres la hayamos perdido.

* Profesor jesuita