Periódicamente, los hospitales de Córdoba -en particular el Reina Sofía- son noticia por sus logros extraordinarios en el campo de la medicina, por su carácter pionero, y puntero, en cirugía cardiovascular, trasplantes, oncología, hematología, traumatología, y muchos otros aspectos de la ciencia de Asklepios, Hygieia, Hipócrates y Galeno, o por su acción social y los múltiples reconocimientos que reciben. Todo ello es posible gracias a la brillantez de muchos de los médicos y sanitarios que componen su plantilla y sostienen sus laboratorios, sin duda entre los más aclamados de Europa. Nada que objetar, pues, en ese sentido, salvo felicitarles, y también dar las gracias a quienes, desde el anonimato, hacen con su paciencia, su entrega y su delicadeza más llevadero el dolor, y más humana a una profesión hermosa, que requiere de grandes dosis de generosidad y de solvencia. Existe, no obstante, otra cara de la medicina menos agradable, alimentada por profesionales que eligieron mal la carrera, carecen de empatía, han olvidado su juramento hipocrático o desmerecen el nombre de sanitarios, provocando con su falta de entrega, su displicencia o sus actitudes, que muchas personas teman a los hospitales más que a la enfermedad en sí misma. La prensa diaria está llena de ejemplos (no sólo en España), y es raro quien no ha tenido, y sufrido, alguna experiencia desafortunada al respecto. Todas las profesiones cuentan entre sus filas a quienes las deshonran, si bien en la medicina la falta de vocación, los malos modos o la descoordinación se perciben con mayor crudeza. Ni aun así, sin embargo, se justifican las agresiones, que descalifican a sus protagonistas y repercuten de forma negativa en un sistema garantista, con más vías de defensa que nunca para el paciente.

Algunos de mis mejores amigos son médicos, y en general no puedo sino glosar la labor de estos modernos chamanes, que mejoran nuestra salud y hacen nuestra vida más fácil. Todo ello en momentos de incertidumbre, amenazas permanentes de privatización, inestabilidad laboral y profunda inquietud en lo que se refiere al relevo generacional, factor de desasosiego para un sector que debería contarse entre las prioridades absolutas de cualquier gobierno o sociedad, y sin embargo no lo hace. ¿Qué está ocurriendo en la medicina española? Ya no hablo de las pérdidas y renuncias de todo tipo que desde 2008 para acá han acarreado los mil y un tijeretazos al estatus quo previo, sino de la estructura, de su concepción como disciplina académica, de precariedad y sobrecarga, de amortización de plazas, de envejecimiento del colectivo. Hace muchos años que las facultades de Medicina españolas implantaron el numerus clausus, limitando su capacidad formativa. Desde entonces, se redujo el número de médicos internos residentes, contamos cada vez con menos facultados vernáculos, y en las plantillas de nuestros hospitales escasean los galenos y especialistas de solvencia, por un sistema académico deficiente, y porque muchos de ellos huyen al otro extremo del mundo hartos de sortear los socavones del sistema. Paradójicamente, esto nos obliga a importar sanitarios, que llegan con formaciones no siempre comparables a las que nosotros podríamos haberles ofrecido. ¿Cómo extrañarnos en consecuencia de las eventuales negligencias, de los colapsos en urgencias, de la desgana o el cansancio con que muchos de estos profesionales enfrentan su labor cotidiana? Tales aspectos repercuten dramáticamente en la calidad asistencial, en pacientes y familias, que acuden a ellos confiados y salen, con más frecuencia de la deseable, maltrechos de cuerpo y de alma. De ahí la necesidad perentoria de afrontar a nivel gubernamental, global y estratégico, el tema de la sanidad con responsabilidad, seriedad y sin paños calientes ni hipocresías, a fin de establecer la etiología, aplicar el tratamiento, restañar lo que se pueda, y potenciar las bondades de un modelo que funcionó durante un tiempo y fue muy admirado allende nuestras fronteras, pero que hoy hace aguas por todos lados.

Entiendo que muchos de quienes ejercen en alguno de sus niveles la medicina hayan visto menoscabados sus derechos y empeorado sus condiciones de trabajo estos últimos años. Nada que criticar por tanto en lo que se refiere a sus más que legítimas reivindicaciones laborales. Sin embargo, no podemos permitir que ello repercuta en su formación y en su solvencia, en la atención al paciente, en su nivel de empatía y su capacidad clínica de entender que tienen como misión última aliviar el sufrimiento humano; y que, con frecuencia, una palabra de comprensión y de cariño, o un simple roce de la mano, obran mucho más efecto que el mejor de los fármacos.

* Catedrático de Arqueología UCO