Aestas alturas nadie pone en duda que desde diversos sectores se ha venido creando un debate, desde hace algunos lustros, sobre si nuestra monarquía es un estado natural de organización del Estado propio y secular de los españoles como es el caso británico, o en realidad ha sido una solución de transición de la dictadura a la democracia parlamentaria que actualmente disfrutamos. Una vez creada esa conciencia para unos de polémica y para otros de cuestión democrática, el siguiente paso y en vista de las manifiestas aspiraciones de algunos de los partidos herederos de la Transición y de otros de nuevo cuño, sobre el advenimiento de una III República, es celebrar un referéndum sobre su posible instauración. Dicho referéndum para votar sobre la continuación de la Monarquía en España o el establecimiento de una República no podría convocarse de forma automática sino que requeriría del apoyo de las dos terceras partes del Congreso y del Senado, la disolución de las Cortes, y un nuevo apoyo con la misma proporción de votos de las nuevas Cámaras. Nuestros padres de la patria quisieron proteger a nuestra monarquía parlamentaria, como también lo hicieron con las Fuerzas Armadas o los sindicatos y fundamentos del Estado como la bandera, el español como idioma oficial o la capitalidad de Madrid. Dicho de otra forma, que la revisión de la monarquía requeriría, por ende, de una reforma constitucional profunda que se equipararía, apuntan algunos expertos, con una revisión total de la Constitución. El abandono de España del rey emérito Juan Carlos I, precedido de esa carta de lealtad hacia su hijo Felipe VI y a España, y la tibieza de algunos partidos y hasta la hostilidad de otros, muestra cierta fragilidad institucional que nada tiene que ver con lo que se refleja en la Constitución. No podemos actuar como si hubiera que salvar la monarquía. Esto sería tanto como hacerles el caldo gordo a los que quieren desvirtuarla.