Una columna de plegarias anónimas, acaso encendidas en la fe o en el temor o en la esperanza, se alza estos días como columna de alabastro al firmamento de nuestros anhelos más profundos. Vivimos una gran crisis mundial, de la que también participa España. La mayor tragedia de nuestro tiempo es la confusión entre el bien y el mal. Parece como si la inteligencia ya no fuera capaz de hacer esa distinción. La razón ha dejado de saber qué es y qué no es dañino para la naturaleza humana, para la existencia humana. Son demasiados los jóvenes y los adultos que ignoran o niegan categóricamente la importancia de los grandes principios de este mundo. En una palabra: Hemos perdido la brújula que ha de orientar el juicio moral del hombre. Quizás, por eso, la intuición poética de Blas de Otero plasmó en unos versos el deseo profundo de lograr una salvación urgente, en medio de las angustias y los temores de la humanidad: «Salva al hombre, Señor, en esta hora/ horrorosa, de trágico destino;/ no sabe a dónde va, de dónde vino/ tanto dolor, que en su sauce roto llora». Terminará el poema clamando por una victoria nueva que nos haga sentirnos vencedores del mal: "¡Pónnos, Señor, encima de la muerte! / ¡Agiganta, sostén nuestra mirada / para que aprenda, desde ahora, a verte".No es fácil conseguir esa «visión nueva» que deje nuestras pupilas limpias, cuando nos encontramos «contaminados» por el virus fatídico de la pandemia, que golpea sin compasión todos nuestros progresos y desarrollos, es decir, los «nuevos paraísos» que el hombre ha querido construir por su cuenta y razón, al margen de las leyes de la naturaleza y contra los principios morales más elementales. Sería ese otro «virus» también fatídico, el «virus moral» que infecta a los espiritus. El propio Jesús en el evangelio dejó a la humanidad, y especialmente a los creyentes cristianos, esta advertencia: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; más bien temed a los que pueden hacer perecer tanto el alma como el cuerpo en el infierno» (Mt 10,28). Kierkegaard iluminó, desde la orilla filosófica, estas palabras evangélicas: «Pues se ponen barreras contra la peste, pero a la peste de la murmuración, peor que la asiática, la que corrompe el alma, ¡se le abren todas las casas, se paga dinero por ser contagiado, se saluda dando la bienvenida a quien trae el contagio!». Para la humanidad descreída, el ser es absurdo. Por eso inventa la nada como huida definitiva de todas sus incoherencias, producidas porque vive la ilusión de que el pecado no existe. Los ritos fúnebres de la cultura secularista se ahogan en un puro sentimentalismo de cenizas esparcidas en un lugar de moda o depositadas en un rincón de ensueño. Nada queda, porque en nada se cree. Ante este panorama, ciertamente desolador y desesperanzado, el papa Francisco, en su mensaje Urbi et Orbi del doce de abril, habló al mundo de otro contagio para luchar y vencer al del coronavirus. Ese otro contagio, que se transmite de corazón a corazón, es el «contagio de la esperanza». «No se trata de una fórmula mágica», dijo el Papa, «que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no ‘pasa por encima’ del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios». Vale la pena reflexionar sobre estas palabras que nos abren horizontes de luz y de esperanza. En estas semanas, la vida de millones de personas cambió repentinamente. Y quizás, para muchos, permanecer en casa confinados ha sido una ocasión para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía. Volviendo al poema de Blas de Otero, subrayaría otros versos, en los que pide por el hombre de hoy: «Ponlo de pie, Señor, clava tu aurora/ en su costado, y sepa que es divino/ despojo, polvo errante en el camino,/ mas que tu luz lo inmortaliza y dora».

* Sacerdote y periodista