Todos acumulamos en el alma una más o menos pesada colección de agravios, esos que van conformando nuestro mapa particular de costurones emocionales, capaz incluso, llegado cierto momento, de matizar el carácter de algunos hasta hacer de ellos seres atormentados, resentidos y amargados, incapaces de entender que la verdadera felicidad consiste en pasar por la vida a sabiendas de que las cicatrices, como las arrugas, son en último término el mejor testimonio de la experiencia, la madurez y, con frecuencia, también de la sabiduría y del éxito. A día de hoy, en España han cambiado considerablemente los parámetros de la educación entendida como a la gente de mi generación nos enseñaron. Puede quizás parecer un poco exagerado, pero más allá de gestos como el de cederle el paso o el asiento a otra persona --hombre o mujer--, o tratar de usted a quienes no conocemos --en particular si tienen más edad que nosotros--, expresiones como «por favor», «si es tan amable» o «gracias» han desaparecido del vocabulario de muchos de nuestros jóvenes --y no tanto...--, animados casi siempre en la tarea por sus progenitores, que pretenden liberar traumas a través de sus retoños, y por un sistema educativo que ha quitado al profesor toda autoridad y concede a los estudiantes solo derechos, no deberes. Cosas de estos tiempos convulsos y farisaicos que nos ha tocado vivir, en los que ya nada es como era, y se tiene por ridículo, anacrónico y reaccionario priorizar el sentido de la responsabilidad, del deber o del esfuerzo sobre el placer o la diversión inmediatos. Hubo un tiempo en que los poetas cantaban a los aromas de Córdoba, matizándolos de jazmín, azahar y madreselva en combate obstinado con la dama y el galán de noche a la luz de la luna. Hoy, me temo --y siento decirlo--, Córdoba huele a porro, orines y caca de perro. Dense si no, un garbeo por ahí. Todo un síntoma del devenir de una sociedad que no parece estar preparada para lo que pueda depararle el futuro; porque antes o después el sistema hará aguas, la burbuja turística estallará, Córdoba se quedará con la cartera en los huesos, y otra crisis nos volverá a arrollar, inmisericorde. Difícil de explicar, salvo por dos premisas: nuestra ciudad sigue sin dar con la orientación económica adecuada, confiada a quienes miran solo y exclusivamente por sí mismos; y aquéllos que anteponen la fiesta y las copas al tesón y la capacidad de superación cotidianos saben bien que los platos rotos, de nuevo, los pagarán otros: los de siempre. En este país ser ahorrador o haberse hecho a lo largo de la vida con un cierto patrimonio a base de dejarse el pellejo por el camino --no hablo de los ladrones--, parece haberse convertido en un crimen; y quienes responden a ese perfil en enemigos públicos a los que hay que sacarles las higadillas en beneficio de quienes no han dado, ni darán nunca, palo al agua. Pero, cosas veredes, amigo Sancho...

Venía esta tan existencialista como metafórica reflexión --conste que intento en todo momento ser eufemístico, no entrar de verdad en honduras para evitar así llamarle a las cosas por su nombre-- al hilo de que la buena educación debe siempre, a mi juicio, estar por encima de bravuconadas, puñaladas por la espalda y agravios; los trapos sucios lavarse en casa; los espectáculos, en el sentido peyorativo del término, ser evitados. Es mucho más conveniente potenciar la unidad, hacer gala de vocación de servicio, desplegar la humildad en privado para hacerla aún más ejemplar en público poniéndola sin matices al servicio del bien colectivo. Pero, ¿qué hacer con los egos? Muchos querrían reconocer en nuestros gobernantes --o en quienes se postulan para serlo-- algunas de estas virtudes, tan esquivas hoy para el observador medio, por muy perspicaz que sea. Madurez, moderación, autodominio, conciencia del propio deber o del que corresponde al cargo o la profesión que desempeñamos, generosidad y altura de miras, deben sin excepción estar por encima de mezquindad, intereses personales, rencillas o agresiones de cualquier tipo. Muy pocos con capaces de conseguirlo; pero habrá de ser al revés si queremos reflotar moralmente a esta sociedad descompuesta y polarizada, que se cae a pedazos. Actuando con coherencia y grandeza de espíritu no hay necesidad de negarle el saludo ni a quien por mucho que esté demostrado te sacó las entrañas antes. A veces, lo que más fastidia y desconcierta a quienes llevan el marchamo de Judas tatuado en la frente, es que se les tienda la mano o se les dedique una sonrisa sin mácula, a ser posible trajeado y recién salido del horno, con el maquillaje recién puesto. Nada perturba más a quienes actúan llevados por el resentimiento, la saña o los intereses bastardos que ver a su adversario crecido, templado y dueño como nunca de sí mismo.

* Catedrático de Arqueología de la UCO