Lo que queda
Saltar
José Juan Luque
05/06/2020
Tardé 48 minutos en convencer a mi amiga manchega de que cortara de manera radical, que cuatro años eran muchos para seguir dudando, que se centrara en ella y pensara en un camino diferente. A veces nos bloqueamos por falta de amplitud, de ángulo, porque nos cegamos con una única salida, porque no nos damos la oportunidad de desviarnos. En ocasiones hay que retroceder porque nos saltamos un cruce.
Durante días no había explorado otra alternativa que no fuera la piscina. Después de clase, ya de noche, solía entrar al pabellón, casi vacío, y me tiraba al agua. El primer contacto me producía un escalofrío, pero realmente me relajaba verme rodeado de azul y de los focos amarillentos, así que lo repetía aunque fuera invierno, hiciera dos grados o diluviara. En diciembre llegaba a casa con el pelo chorreando y tiritando, pero nunca dejé de nadar.
El virus me bloqueó. 75 días sin tirarme de cabeza, perder el bañador o estirar los brazos bajo el agua. No sé por qué no pensé en el pantano. Está lejos, es peligroso, te asusta, vas a agobiarte, no sé ni por dónde entrar. Acumulamos excusas para no saltar y el día que por fin lo hacemos descubrimos que es fascinante.
La tarde que me lancé un pescador me dijo que en el centro del pantano había 23 metros de profundidad. Traté de visualizar qué se escondía debajo de mis pies. Sentía miedo, curiosidad y adrenalina. Justo ahí, en mitad, paré de nadar, fabriqué una almohada con mis manos, apoyé la cabeza en ellas y, bocarriba, dejé que el sol invadiera mi cara, con los ojos abiertos. No pensé que debía volver a la orilla, que tendría la corriente en contra o que podría darme un calambre. No usé gafas ni gorro ni neopreno, era todo muy natural y yo minúsculo. Disfruté ese momento sin más preocupación, pese a no tener el control, feliz por haber dado el paso. Hay que saltar siempre, me dije.
Al volver a casa me lavé la cabeza y abrí el aftersun. Olía a verano.

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