El desierto habla y mucho. Desierto remite a soledad, a despoblado, a silencio, a despojo. Intentemos adentrarnos con esta reflexión, especialmente en estos días tan difíciles, en el desierto que vivimos cada quien y el mundo entero.

Quizá lo primero sea emprender un camino al desierto. Hay un poema de Jorge Luis Borges, ‘El desierto’, que puede sugerirnos algo interesante: Antes de entrar en el desierto lo que Borges insinúa es que, anticiparse a los horrores de algún tormento es una manera de atarse a una condición de adversidad. Pero ¿quién se atreve y se arriesga a semejante osadía?

No todos estamos preparados, por eso hay que, o recibir el don de ser desierto o alistarse a fin de pasarlo en medio de los peligros que encierra, quienes han recibido el don de ser desierto con el desierto, de ser soledad, de vivir despojados a tal punto que no viven de sí, sino del desierto. El problema es que el tiempo que nos toca vivir nos puso en un tipo de desierto sin mucha preparación interior ni social, así aceptamos el desierto como novatos e ignorantes. Al parecer este desierto es lo inhóspito, está deshabitado, no es un lugar de acogida, y hay que desertar. El desierto, es una región para atravesar, para pasar, para ir más allá, si bien representa un desafío, contiene una promesa, una esperanza. Por largo y complejo que pueda ser el camino y la orientación mientras andamos, no es posible quedarse ahí para siempre. Tarde o temprano hay que salir del desierto, estamos universalmente obligados a atravesarlo. Quienes saben de dolor advierten una consigna que lleva luz: «No tratar de no sufrir ni de sufrir menos, sino de no alterarse por el sufrimiento», implica hacerle comprender a nuestro ego la verdad de que no está solo en el desierto, sino que esta desgracia repartida en grados muy diversos e injustos hará que siempre haya alguien peor que yo, pues el sufrimiento es inevitable en el alma humana en cualquier momento de su existencia. Quizá este sea uno de esos momentos.

Hoy estamos todos confinados, todos desterrados de nuestros hábitos más queridos, como el abrazo. Israel caminó como pueblo en el desierto y alcanzó la Tierra Prometida, con perseverancia, constancia y paciencia, practicar la paciencia no es un acto impuesto como cuando nos dicen «paciencia» en el sentido de «aguanta». Caminar este desierto pacientemente implica saber que hemos aprendido a caminar porque nos han tenido paciencia, nos han abrazado de pequeños, no se puede gatear en el desierto. Aquí está la fuente infinita: el amor de quienes nos sostienen, aquí está nuestro apoyo y la certeza de que la paciencia se cultiva con pequeños actos cotidianos, y cuando parece agotarse, deberemos recurrir a esa fuente inagotable que es la familia.

* Licenciado en Ciencias Religiosas