Como todos los veranos, nuestros pueblos se convierten en focos de cultura que invitan a recorrer la provincia y disfrutar de sus muchos alicientes. Uno de ellos, que les recomiendo por la cercanía, pero sobre todo porque les supondrá una incursión entrañable en el túnel del tiempo y un modo fiel de que los más jóvenes nos vean tal como éramos, es la exposición fotográfica que ofrece estos días el Ayuntamiento de Villaharta bajo el título de Ladis y su cámara en la segunda mitad del siglo XX. Se trata de una nutrida selección de imágenes que, al igual que la muestra exhibida hace seis años en la Diputación con motivo del 25 aniversario del fallecimiento del gran reportero gráfico, luego reflejada en libro en 2017 para conmemorar su centenario, deja constancia para la historia de una Córdoba en blanco y negro, la de los cincuenta y sesenta, en la que fue modernizándose la ciudad mientras se abría al mundo.

Ladislao Rodríguez Benítez, que había dejado el peritaje mercantil para hacerse perito en luces y sombras al ritmo marcado por la actualidad, supo captar con maestría técnica -en tiempos escasos de todo en los que la fotografía era artesanía pura- y con mucha sensibilidad artística el instante más expresivo de la noticia. Guiado por un alma de periodista curtida en la escuela de la calle y reforzada con muchas lecturas y experimentos, Ladis se paseó durante cuarenta años por la Córdoba de sus amores -a la que sacaba punta con ironía punzante y ágil mirada de halcón- dando cuenta de su evolución urbana y sociológica. Y con ella del perfume de una época que empezaba a respirar tras dejar un poco atrás, solo un poco, las grandes desigualdades y censuras que la habían sofocado en los años oscuros de la posguerra. Trabajador infatigable y dispuesto a multiplicarse por cuantos frentes informativos fuera menester, Ladis fue sembrando su magisterio por agencias, revistas (sobre todo taurinas, faceta en la que según los expertos hacía magia) y periódicos nacionales y locales. Intuía la noticia y se acercaba a ella en el momento preciso, buscaba el mejor ángulo y disparaba. Siempre primando el detalle de una situación o el gesto elocuente de un rostro sobre la oficialidad todopoderosa del momento. Siempre proyectando el objetivo más allá de lo que podía verse y poniendo todo, lo que se veía y lo que no, en constante cuarentena, como hacen los buenos fotoperiodistas de todas las generaciones.

Así recuerdo a aquel fotógrafo inquieto y dicharachero con el que tuve ocasión de trabajar en los veranos de mis comienzos en este periódico, hace más de cuarenta años. Cuando llegabas al sitio, ya estaba él allí, rápido como el rayo; con la cámara sujeta en la mano derecha y la izquierda apoyada en la muleta que lo sostenía desde la infancia. Y luego, acabada la faena, llegaban las advertencias sobre lugares y gentes mientras te invitaba a caña y tapa en el bar más cercano.

Pero no fueron muchas veces las que coincidimos, porque pronto mi cámara acompañante de aquellos lejanos agostos fue la de Ladis Hijo, que así ha firmado hasta hace poco sus fotos de prensa Ladislao Rodríguez Galán en honor de su padre. Prácticamente todo lo dicho de su progenitor -bueno, menos la cojera- puede aplicársele a tan digno heredero profesional: la perspicacia para distinguir lo importante; la maestría de ejecución; el tesón, que a los 72 años le hace disfrutar del objetivo tanto como cuando con trece su padre le dio una Kodak Retinette para que se soltara, y hasta esa guasa que no deja títere con cabeza. Pero además Ladis es un tipo profundamente leal que no para de refrescar la memoria del padre. Ojalá, cuando toque, Córdoba no olvide la suya.