Si los idus de marzo no se alteran ni se tornan tan peligrosos como avisó aquel adivino a Julio César días antes de su asesinato, una cuarentena de personas nos reuniremos hoy al cabo de 57 años en el Seminario de San Pelagio para comprobar cuánto hemos cambiado desde aquella niñez e infancia de 1962. Los niños de ahora viven con un smartphone, un ordenador de bolsillo que contiene toda la sabiduría posible, y, en teoría, nada tienen que aprender. Aquellos niños de 1962 sabíamos los verbos y, si el cura nos había enseñado algo o bastante de latín y griego, cuando los estudios respetaban a Platón y Aristóteles. Pero éramos catetos, con carencias de postguerra y necesitados de un barniz cultural que empezaba con la observación del mundo, que eran las calles, no la pantalla del móvil. Quizá por eso no se me olvida la tarde en que mi madre me dejó en el Seminario. Era por noviembre. Pisábamos por primera vez el Patio de los Naranjos, estaba chispeando, ella se escurrió y cayó al suelo. Avergonzado, miré a nuestro alrededor, comprobé que no nos había visto nadie y puse los ojos en aquel cielo de palmeras, cipreses y naranjos --que ya me acompañaría toda la vida-- para agradecerle la salvífica soledad del momento. Cuando mi madre me dejó encerrado en las paredes de aquel edificio que hoy vamos a visitar miré medio asustado por el ventanuco de la puerta a la calle, por donde pasaba la gente y estaba la vida. Luego empezó otro tiempo, el de los horarios, misas, estudios, recreos y tiempo libre donde le enseñé a lavar calcetines a Pepe Aranda, que había llegado tarde desde Peñarroya. Ahora, en el 2019, donde casi todo el mundo vive pendiente de una pantallita, ha sido precisamente ese artilugio del teléfono portátil el que ha propiciado que nos convoquemos a la reunión de hoy. A través del wasap, un invento que ha conseguido, además de la de las autonomías, una nueva distribución de España: la de los grupos de amigos, familias o compañeros que dedican parte de su tiempo a comunicarse con mensajes y reenviar copias de vidas ajenas. Hoy comprobaremos si la memoria de nuestra infancia conserva la costumbre del pensamiento.