El próximo sábado muchos recordaremos el aniversario de la proclamación de la II República. Pocas fechas de nuestra historia poseen tanto valor simbólico, porque no es frecuente que un acontecimiento histórico cuente con el apoyo popular de aquel día, cuando los miembros de un Comité revolucionario (nacido del Pacto de San Sebastián de agosto de 1930) se convertían en Gobierno provisional, y casi al mismo tiempo en que aquellos hombres llegaban a la Puerta del Sol de Madrid, donde un gentío enorme los aclamaba, el rey Alfonso XIII salía de España por Cartagena. Días después, en el diario El Sol, Niceto Alcalá-Zamora dirá que en recorrer los últimos trescientos metros tardaron más de media hora. Desde el balcón del edificio del Ministerio de Gobernación, hoy sede de la presidencia de la Comunidad de Madrid, se dirigió a los congregados en un discurso que finalizaba así: «Con el corazón en alto yo os digo que el Gobierno de la República no puede dar a todos la felicidad, porque eso no está en sus manos, pero sí el cumplimiento del deber, el restablecimiento de la ley y la conducta inspirada en el bien de la Patria. ¡Viva España y viva la República!». Aquel cambio político vino de la mano de unas elecciones municipales celebradas dos días antes, que no tenían carácter plebiscitario, pero cuyo resultado fue interpretado como una descalificación en toda regla de la monarquía, o más en concreto de un monarca que muchos entendían, incluso en las filas monárquicas, que había secuestrado la voluntad popular.

No fue una revolución, aunque muchos utilizaran esa palabra, o al menos no lo fue de acuerdo con el contenido que tradicionalmente le damos a la misma. Marcaba el nacimiento de un proyecto que quería cambiar el rumbo de España, como había expresado Antonio Machado dos meses antes, el 14 de febrero en Segovia, al presentar a Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala, miembros de la Agrupación al Servicio de la República, de la cual él también formaba parte: «La revolución no consiste en volverse loco y lanzarse a levantar barricadas. Es algo menos violento, pero mucho más grave. Rota la continuidad evolutiva de nuestra historia, solo cabe saltar hacia el mañana, y para ello se requiere de mentalidades creadoras, porque, sin ellas, la revolución es catástrofe. Saludemos a estos tres hombres del orden. Un orden nuevo».

En consonancia con esas palabras, el gobierno nacido en abril, en palabras de su presidente, afrontaba la nueva etapa con lo que él denominaba «optimismo reflexivo», entendiendo por tal la capacidad para comprender los peligros que acechaban a la nueva República, y que en su opinión eran «la reacción monárquica, el exceso demagógico, el caudillaje, sobre todo el militarista; la disgregación interna del Estado, la descomposición económica y financiera y la discordia enconada de las facciones políticas».

Cuando escribía aquello (mayo de 1931), Alcalá-Zamora era optimista en cuanto a la posibilidad de sortear los peligros, pero la realidad posterior demostró que no solo esos, sino otros más acecharían al nuevo régimen republicano, que en nuestra historia representa el primer proyecto serio de democratización, de incorporación a los modelos más avanzados de la Europa del momento. La República no fracasó sino que fue destruida por sus enemigos, con independencia de los errores que encontremos en sus cinco años de vida (durante los cuales, no lo olvidemos, también gobernó la derecha). Por ello, somos muchos los ciudadanos que nos sentimos orgullosos de aquella fecha histórica, de aquel 14 de abril de 1931, y por eso el sábado celebraremos que aquel día se abrió un horizonte de esperanza para nuestro país, que solo empezamos a recuperar cuarenta años después por culpa de uno de aquellos peligros: «el caudillaje militarista».

* Historiador