Qué votaron en realidad los estadounidenses que apostaron por Donald Trump? ¿Estudiaron las propuestas concretas que prometía para resolver sus problemas? ¿Cuál era la orientación de su voto? ¿Decidieron en función del ideario liberal del partido republicano? Lo más probable es que no se detuvieran en ninguna de estas cuestiones. Trump era más una forma que un significado. Si acaso, un gesto. Una mueca. Un exabrupto. Una peineta a una élite que dicta leyes en su beneficio y deja tirados en la cuneta a los que nada tienen que ofrecer... O, al menos, eso es lo que ellos creían. Hoy, quizá siguen pensando lo mismo. O tal vez empiezan a sospechar que el único interés que defiende Trump es el suyo propio.

«Desde este día volveremos a ser América primero, recuperaremos nuestros puestos de trabajo, nuestras fronteras, nuestros sueños», proclamó Trump en su investidura. Hoy, ese «América primero», ese cierre de fronteras, tiene muy poco que ver con lo que destila el escándalo del Rusiagate. Ponerse en manos de Putin para acceder al poder no parece ser el mejor modo de defender los intereses del país.

Al fin, cambian los rostros, cambian las campañas y los modos de comunicar sus estrategias, pero el eje derecha-izquierda sigue siendo la mejor guía para saber lo que se vota. Los híbridos, los que apelan a todo o los que se refugian en la patria, no suelen ser más que diferentes rostros de la misma ruindad.

* Escritora