Si algún país occidental atesora experiencia destacada en uno de los temas estrella de la actualidad española, y de la de algún otro país iberoamericano a la manera de Argentina, este es, desde luego, la Rusia de Vladimir Vladimerovich Putin. En no pocos momentos de su rico pasado, el trono de sus zares estuvo casi permanentemente cercado por la violencia y la traición, impidiendo el asentamiento de poderes férreos en la cúpula de una nación necesitada de ellos como ninguna otra a causa de su inmensa, inabarcable extensión --(¡Oh, la evocación de los caminos en la grandiosa literatura rusa...!)--. Así, como se dijera en su tiempo, la monarquía llegó a las veces a convertirse meramente en monarquía «ocupativa», presa del audaz o de la ambiciosa integrante de la familia imperial capaz de labrarse la senda del trono con el crimen o la felonía. Herencia natural de los mongoles, a los que, conforme es bien sabido, atribuía la Ilustración -la gran partera de estereotipos del mundo contemporáneo occidental-- la configuración de las vetas más profundas de la psicología y carácter del país de los zares. Justamente en la centuria de las «luces» se encontraría la corona de los Romanov particularmente zarandeada, no obstante los prolongados gobiernos de las zarinas Isabel I (1741-62) y Catalina II (1762-96), ofreciendo material de gran interés a los cultivadores de uno de los últimos géneros historiográficos en incorporarse al estudio de eruditos y críticos del vasto dominio de Clío, siempre, como el Universo, en expansión...

Incluso en periodos más cercanos a nuestros días, la trayectoria del país más extenso del planeta abastaría de datos y ejemplos a los investigadores susomentados. En los años del asentamiento del poder estalinista, los fotógrafos oficiales tuvieron no escaso trabajo en retocar las imágenes oficiales del triunfo de la Revolución de Octubre y de los años subsiguientes en las que se recogían el rostro y la figura de varios de los héroes y jerarcas de esas fechas, asesinados o exiliados por Stalin tras la muerte de Lenin (enero de 1924) y su completo dominio del Kremlin, asignatura siempre harto difícil hasta para un personaje de las características del dictador georgiano.

Según se recordará, después de su fallecimiento en los inicios de marzo de 1953 en la quietud de un Kremlin domeñado hasta límites insospechados por su mano de hierro y su astucia singular, la atosigante cuestión de la «memoria histórica» volvió a situarse en el centro mismo del escenario político-social de una de las dos superpotencias que por entonces se disputaban el dominio del mundo. El nuevo capítulo del trillado tema es escribió, si cabe, con más renglones que los precedentes. Hasta el consolidamiento de Leónidas Brezhnev a la cabeza de una sumisa triada kremliniana se vivieron instantes de confusión en una materia que semejaba inscrita en la historia rusqa.

A la azarosa y hazañosa llegada al poder de Mijaíl Gorbachov semejó que otra vez iba a alzarse el telón sobre la remecida cuestión de la «Memoria histórica», muy traída y llevada ahora en Rusia y en algunos de los países que iban a ser muy pronto sus antiguos satélites. Pero ello será ya objeto de un próximo artículo.

* Catedrático