En memoria «de los fieles cristianos ortodoxos que fueron torturados y asesinados aquí en los años oscuros». Qué admirable contención en un tema incoerciblemente proclive al hiperdramatismo y la hipertrofia emocional; qué circunspección tan loable en una materia muy alabeada a la parcialidad y el exceso.

Pues, ciertamente, tan escueto texto se inscribe en una cruz de piedra asentada en el jardín del monasterio moscovita de Sretenski, alzado en el núcleo-eje de la capital de Rusia, en la Bolshaya Lubianka, y utilizado en los tiempos de Stalin como dependencia esencial de la terrible y temible KGB. Y semejante escritura viene a ratificar por enésima vez que al pretender restañar las heridas del pasado resulta indispensable no agrandar las del presente; al mismo tiempo que nos recuerda que, en orden a condenar los crímenes y agravios del ayer -próximo o remoto-, no es necesario el trazo grueso o el chafarrinón, sino más bien el sfumato, aunque bien delineado, por supuesto, ya que, ante todo y por encima de todo, se ha de buscar la justicia, en especial, la no dictaminada por los jueces, sino por el tribunal al par severo y comprensivo de Clío.

En una nación singularmente castigada por los efectos más deletéreos de la llamada «memoria histórica», según se recordaba con latitud en los artículos precedentes, el admirable iniciador de la Perestroika, Miguel Gorvachov, y su consumador, Vladimir Vladimirovich Putin, al margen de sus creencias íntimas en cuestiones religiosas, reconocieron desde su instalación al frente de los resortes del mando supremo del inmenso país que el credo ortodoxo constituía un factor vital para la identidad de Rusia: y actuaron en consecuencia, sobre todo, el segundo, conforme se decía más atrás. «Sin la conexión entre las experiencias históricas y las religiosas, los rusos perderíamos nuestra identidad nacional. La unidad de la Iglesia nos ayuda» (Apud H. Seipel, Putin. El poder visto desde dentro. Córdoba, Almuzara, 2017, p. 75). A este respecto, se traía a colación en el artículo anterior los inteligentes esfuerzos del actual huésped del Kremlin en orden a lograr la reunificación entre la Iglesia del exilio y la del interior, consagrada solemnemente con una misa en la catedral moscovita de San Basilio, a finales de la primavera del 2007.

Antes y después de tal fecha, la «memoria histórica» se erigía como extremo clave, en punto a cimentar con solidez una convivencia en que los horrores del pasado no agrietasen sustancialmente la paz de los espíritus y el alma de una genuina reconciliación nacional cara al porvenir de las jóvenes generaciones, elemento decisivo en la fragua y asentamiento de una colectividad democrática ansiosa de responder con éxito a los envites de un futuro dibujado en un horizonte de múltiples riesgos. La actitud del antiguo país de los zares --retornado a la actualidad más trepidante de Occidente por mor del éxito televisivo espectacular de la serie sobre Catalina II-- acerca del último episodio de su cruenta «memoria histórica» no puede ser más positiva y exitosa. Y no tiene copyright...

* Catedrático