Al margen de que se exhume a Franco (una típica cortina de humo de campaña electoral), lo más noticioso de estos días son las violentas protestas en Cataluña y el enésimo embrollo del brexit. Dos hechos que, además de noticiosos, nos están dejando lecciones para el futuro que no deberíamos desdeñar.

La primera lección que se podría extraer del brexit es muy simple: no es bueno dirimir en un referéndum situaciones complejas, porque no es posible sintetizar en una pregunta dicotómica (de sí o no) esa complejidad. Y menos si la situación se plantea en términos emocionales y con mentiras. La irresponsabilidad de Cameron de plantear un referéndum de permanencia en la UE es tanta, como la de los políticos nacionalistas catalanes de pretender dirimir la convivencia en el conjunto de España en términos de un referéndum. Y es irresponsable porque el mero hecho de preguntar no es inocente, pues genera una ruptura entre aquellos a los que se le plantea. La inmensa mayoría de los británicos no se estaban cuestionando la permanencia a la Unión Europea cuando Cameron los invitó a hacerlo unos meses antes de su referéndum. Como nadie en Cataluña, salvo ERC, se planteaba la pertenencia a España hasta que a los nacionalistas de CiU no les valió con un nuevo Estatuto y quisieron un sistema de financiación propio que les favoreciera. Ahora, las dos sociedades, la británica y la catalana, están divididas y difíciles de gobernar, pues contar con el apoyo de unos es tener a los otros en contra. Y como la división es emocional, no hay forma de ganarse a la otra parte, ni con buena gestión: las emociones se viven, se cultivan, no se razonan. Uno puede cambiar de opinión razonando, pero nadie puede abrazar lo que emocionalmente se rechaza. Las rupturas emocionales generan una desconfianza que sólo la voluntad de superarla, el tiempo y, muchas veces, el silencio, puede restañar. Por eso, tengo la certeza de que las rupturas que ya se han producido en ambos casos, tanto en el interior de sus sociedades, como con los demás a los que algunos quieren dejar, tardarán mucho tiempo en cicatrizar, si es que alguna vez lo hacen.

La segunda lección es que las relaciones entre sociedades son mucho más profundas y complejas de lo que pretenden los que propugnan las rupturas. Sobre todo si se ha compartido una historia y hay lazos culturales, económicos y políticos. Formalizar una separación entre la sociedad de un territorio y otro no es solo una cuestión de hacer una declaración, es establecer las condiciones de ciudadanía, dirimir la jurisdicción sobre todos los ámbitos, determinar una separación de derechos y obligaciones, etc. Dicho de otra forma, responder a preguntas tales como ¿quién es nacional de cada país? ¿qué derechos tienen los nacionales de un país en el otro? ¿cómo pueden operar y a quién han de pagar los impuestos las empresas de cada país cuando operan en el otro? ¿cómo se reparten los inmuebles públicos? ¿y los funcionarios? ¿quién se hace cargo de la deuda pública emitida? ¿quién paga las pensiones de los nacionales del otro país que radiquen en el contrario? Y así hasta casi el infinito, pues las rupturas sociales, y más en las que las sociedades llevan siglos unidas tienen muchos más pasos que una declaración y una ley de desconexión como la que intentaron hace dos años.

La tercera lección es que toda ruptura tiene un coste. Y no sólo el emocional. Tiene un coste en términos de PIB, de empleo, de ineficiencia de mercado y de prestación de servicios, de pérdida de competitividad. Un coste que es proporcionalmente mayor para la parte menor que se separe.

Estas son sólo tres lecciones de lo que pasa. Habría más, pero no merece la pena extraerlas, pues no creo que nadie esté dispuesto a cambiar de opinión sobre el tema del brexit o de Cataluña por mucho que se intente razonar.

Es lo que tienen las rupturas.

* Profesor de Política Económica. Universidad Loyola Andalucía