Pasó el fin de año. El día en que se comparten más mensajes de felicidad. Si un extraterrestre nos visitara esa noche pensaría que derrochamos paz y amor. Solo debería esperar unas horas para descubrir la insoportable levedad de las palabras. Resulta curioso comprobar cómo algunos que dedican 364 días del año a escupir odio, el que hace 365 impostan deseos de felicidad universal. Deseos que, hoy mismo, ya han olvidado para entregarse a lo suyo: repartir carnets de fachas y exaltar lo propio. Tanto da el lugar del tablero político que ocupen, son intercambiables. Y cada vez son más. En parte porque, en tiempos de zozobra, la fe y la comunión ofrecen un refugio miope. En parte porque la fatiga, el desaliento y el desconcierto empiezan a hacer mella en los que tratan de mantener una visión crítica. No hay grandes razones para el optimismo. Estamos perdiendo la capacidad de mirarnos. Es imposible consumir tanta sandez si no es imbuidos de sectarismo. Desprecios hiperbólicos a colectivos que solo pretenden deshumanizar a los individuos. Y el objetivo se va consiguiendo. Cada vez son más los que dejan de contemplar rostros para ver solo etiquetas ideológicas. Los españoles son... Los catalanes son... En este 2019 habrá personas que sufran, que rían, que nazcan, que mueran, que se enamoren, que rompan... No habrá felicidad para todos. Pero, al menos, que sepamos ver sus rostros.

* Escritora