Las personas que, como me pasa a mí, son estrictamente racionales, muestran ciertas dificultades para entender las cosas que se hacen por tradición, por una genuina devoción o simplemente porque sí. A mí no me atraen especialmente los rituales, particularmente cuando estos se desarrollan de forma colectiva, producto de esa confluencia casi milagrosa de miles de voluntades. Y a pesar de todo ello, se me ocurrió ir por primera vez en esta vida de cincuenta y cinco años a una romería.

Montilla no es precisamente un sitio donde la romería tenga una tradición muy larga. No es, claro está, ni el Rocío ni la Virgen de la Cabeza, ni siquiera la Virgen de Araceli o la Virgen de la Sierra. La Romería de la Virgen de las Viñas se celebra desde hace un par de décadas. Desde la pequeña ermita de la Merced, en la barriada de el Gran Capitán, en cuya plaza se congregan los romeros con sus caballos y sus carretas, animados por cantes rocieros, flautas y tamboriles, para compartir un desayuno molinero antes de poner en marcha el camino hasta un paraje no muy alejado, en sus comienzos la vereda de Cañalerma y, desde hace un par de años, el parque Enrique Tierno Galván.

Qué congrega a estos cientos de personas, me pregunto para mis adentros mientras nos incorporamos a pie Gonzalo, Basham y yo mismo, cuando ya la gente se halla en su destino, arracimada en torno a las carretas bajo la fronda del parque, animados por las sevillanas, una algarabía desenfadada pero elegante, esa hermandad que te ofrece una copa de vino y algo de comer a cada paso. Y la emoción desatada al agolparse los recuerdos vivos de tantas relaciones y amistades medio olvidadas desde la infancia.

La romería es, en primer lugar, una experiencia religiosa. No podría tener otro fundamento. Sus organizadores lo sienten así: la Asociación Cultural Benéfica Grupo Romero Virgen de las Viñas, la Hermandad del Señor en la Santa Cena, María Santísima de la Estrella y Nuestra Señora de las Viñas. Ahí estaban los fieles devotos de la patrona del gremio de la vid y el vino. Al frente iba la imagen de la Virgen, sobre una carreta tirada por dos bueyes, abriendo el paso a una larga comitiva de romeros. Estaban el pregonero, Manuel Ordóñez, y Rosario Morales, «Amiga de la Romería». Iban también la concejala de Festejos y otros miembros de la Corporación Municipal. Todos compartiendo a la par el camino con sus caballos, imprescindibles, como sin duda lo es la entusiasta aportación de la asociación Amigos del Caballo. Tras la ya tradicional parada para una ofrenda floral a la imagen de la Virgen del Pilar en el cuartel de la Guardia Civil, toda la comitiva llegó a la Pradera, donde la fiesta se iniciaría con una misa romera en la que la participó el Coro Rociero Nuestra Señora de Belén.

La romería fue un verdadero canto a la convivencia. Se compartió comida y se compartió el vino. Juntos cantamos y bailamos sevillanas. Al cante, al toque y al baile, la Peña El Taconeo. Y hablamos de aquel tiempo pasado hasta quedarnos afónicos y con el corazón empantanado. La amistad, el amor, el vino, la música en una fiesta sin mañana.

Pero todo llega a su fin. Un agradable día en el campo, una sombra apacible, una amable brisa para el camino de vuelta. Se pusieron de nuevo en marcha las lentas carretas rumbo a la Cooperativa de La Aurora, para una ofrenda floral y la entrega de trofeos y de medallas, antes de enfilar el recorrido de vuelta hasta La Merced, donde se despidió a la Virgen con la Salve Rociera.

Todo eso es una romería en Montilla: fe y devoción, campo, amor, música y vino. Todo junto a la vez compartido por cientos de personas. Una sola intención, un solo objetivo, un solo alma y un solo corazón. Pura alegoría de la vida en común. Es el camino del romero vivido con sabiduría, pero también con amor y pasión. Ese es el camino a la vida.

* Profesor de la UCO