Oficios peligrosos hay muchos, y hacer un elenco de su priorización puede resultar demagógico. Nadie duda de los arrestos de los percebeiros, o de los equipos de salvamento de montaña. Pero frente a estos riesgos primigenios y balanceados por los caprichos de la naturaleza, afloran otros más cáusticos y sibilinos, macerados en la cuestionable sofisticación humana. Presentar los Goya, mismamente. Como los caballeros del bosque de Nemi, que se jugaban la vida para que el vencedor intimase una noche del año con la diosa Diana, nunca faltarán candidatos para este ejercicio de lapidación televisiva. Carácter profético tiene la cabecera de una columna semanal de Joaquín Reyes: El no ya lo tienes. Porque es complicadísimo ejercer de Daniel ante una platea de leones vastaguitos de la Metro y ávidos de comerse un chuletón de cinismo. Los Goya tienen el don de hacer santos con carácter retroactivo, y Dani Rovira se elevó a los altares de la jocosidad gracias a los últimos conductores de la gala, selecta representación de nuestros manchegos Monthy Python. Ernesto Sevilla y Joaquín Reyes se encontraron con la némesis trasmutada en la efigie del pintor maño, su humor surrealista desaprobado por un auditorio que incluso marca tendencia para reír.

El humor es la cédula de la rebeldía y la inteligencia, el salvoconducto para reconciliarse con la burda ingenuidad del gracejo devaluado. Los cómicos que gozaron del favor y del fervor popular registraron tanto como los estilos arquitectónicos los cambios de la sociedad. No hay mejor homenaje a su valor propicio que la conversación de Hamlet con la osamenta de su ayo bufón. Y en estos últimos y requetementados cuarenta años, a falta de jónicos y corintios, el tránsito de Pajares y Esteso, la Magdalena de Josema y Millán, el esnobismo jocoso de Faemino y Cansado, o el desembarco poliespán de los Chanante se conforma como una piedra roseta de nuestra propia evolución. Estaría bien colocar en el centro de tan peculiar retablo a Chiquito con los pelucones del Rey Sol. Y a su diestra, al presidente electo de Tabarnia, para santificar la cojonera irreverencia. Por cierto, al acento andaluz de La Peste se le requieren subtítulos, pero no hacen falta intérpretes para cuasi querellarse contra los chirigoteros de Caí, otra muesca en los nexos comunes de los pueblos de España.

Porque somos de risa fácil, pero de cintura rígida, como los malos centrales. Acaso no falte perfidia en el último borrón de un guiri inglés recreándose sobre nuestros tópicos: pendencieros, sucios e impuntuales, un trino de estos ibéricos papistas para que la leyenda negra no decaiga. Pero saltamos a la primera de cambio, como si no hubiese transcurrido un suspiro entre los lances de honor y desenvaine de espadas. No habría más sano equilibrio de poderes que practicar conjuntamente la mordacidad y la autocrítica. A Boadella lo hicieron un réprobo prematuro al distorsionar una catártica Moreneta para mostrar las miserias del nacional pujolismo. Y no sabemos cómo aceptaría el doble rasero de etiqueta el líder de Podemos: camisa blanca y mochila para el hemiciclo; esmoquin de impronta de alquiler, o de la talla del santo dos pistolas para asistir a la fiestuqui del celuloide. Dicen que la esperanza fue lo último que se escapó de la caja de Pandora. Miren bien, pues entre la pelusa esquinada, aún pudo quedar un descojone.

* Abogado