Como una de las incontables paradojas del solar patrio -pródigo en ellas, según el acertado juicio de un gran conocedor del carácter hispano: Lord Wellington (1769-1852)-, el más descollante reivindicador de la monarquía española a lo largo de las últimas décadas, el insigne contemporaneísta Carlos Seco Serrano (1922-2020), murió sin haber recibido la menor distinción proveniente de la Casa Real durante el reinado del anterior monarca, así como del de su hijo D. Felipe VI.

En la semblanza trazada por el anciano cronista en este mismo periódico meses atrás, con motivo del luctuoso tránsito del reputado historiador antecitado, se glosaba una de sus obras cimeras, el reeditado ensayo Alfonso XIII y la crisis de la Restauración, modelo de ensayo historiográfico. En sus fruitivas y aleccionadoras páginas, el autor, con la segura y perspicaz guía dejada por su maestro D. Jesús Pabón y Suárez de Urbina (1902-76) en una de las cumbres de la historiografía europea novecentista (Cambó, 1876--1918. I. Barcelona, 1952), trazó, según recordarán los buenos -y escasos...- lectores de nuestra mejor literatura biográfica y memorialística, una etopeya insuperable del bisabuelo del actual rey, así como un acabado cuadro de su época, el muy creativo tercio de siglo trascurrido desde la Regeneración hasta el advenimiento de la no menos ebullente Segunda República.

Monárquico de ahincadas convicciones, pero por encima de todo muy riguroso servidor de Clío, Seco desplegó sus envidiables condiciones de reconstructor del pasado con el fin primordial de devolver a Alfonso XIII (1902-31) su vera efigie, su auténtico perfil sometido a toda suerte de tergiversaciones, tanto en su época como en la posterior. Y, frente a la estampa más divulgada del hijo de Alfonso XII (1875-85) y «Doña Virtudes», la gran regente Dª. Mª. Cristina, su idolatrada madre, que lo dibuja como campeón de toda clase de placeres, Seco sitúa en la vivencia profunda de la desgracia la clave esencial de su personalidad. Su carencia de feeling con la bella e inteligente Victoria Eugenia de Battemberg, de cuya relación matrimonial nunca se ausentó el recelo-reproche de haber trasmitido esta al primogénito D. Alfonso -muerto en 1938- la terrible enfermedad de la hemofilia e, incluso, también la invalidez de D. Jaime, sordomudo nacido en 1908 y fallecido en 1975 -; la frustración con la que se saldará la inmensa mayoría de sus empeños más afanosos, en una trayectoria pública en la que su encendido patriotismo no fue obstáculo para invalidar una actuación con innúmeras tentaciones y no pocos episodios anticonstitucionales; y el regusto amargo dejado por múltiples amistades «peligrosas», al propio tiempo que el permanente sentimiento de disgusto por la tenaz campaña de descrédito de gran parte de las élites y la opinión pública, condujeron a la honda tristeza que encuadró, conforme el sentir de su acucioso biógrafo, el conjunto de su existencia.