Nada es fácil en esta hora de incertidumbres y pesadumbres. Y acaso sea el momento de dejar caer la mirada en el paisaje calcinado de la pandemia para ir descubriendo y tomando buena nota de las «revelaciones» que se nos han manifestado en el Sinaí de los nuevos mandamientos. Esta crisis que seguimos viviendo, ojalá en sus últimos coletazos, que torpemente quisieron ocultar nuestros dirigentes, es una incómoda y dolorosa experiencia de «revelación» que nos fuerza a parar nuestras prisas y examinar con cuidado nuestros planteamientos, nuestras reglas de juego, la desaforada carrera del trabajar más para «tener más», descuidando el «ser más», lo verdaderamente importante. Confinados en casa, incluso algunos en cuarentena, salíamos solo para las compras imprescindibles. Hemos visto con pesar la suspensión o el retraso de viajes, vacaciones, fines de semana, conciertos, eventos deportivos, fiestas populares, convocatorias religiosas, citas culturales... Nos hemos sentido encerrados, muy poco preparados para una convivencia familiar intensa, aunque nos hemos esforzado y conseguido el «llevarlo bien» a base de coraje y sacrificio. ¿Habremos aprendido que hay renuncias valiosas cuando se producen en función de un bien mayor? ¿Comprenderemos ahora mejor lo que viven las personas privadas de libertad: presos, refugiados, personas de movilidad reducida y secuestradas, entre otras? Se impone en esta hora, finalizado el estado de alarma, una reflexión personal y colectiva sobre la crisis padecida para grabar en el alma sus lecciones más urgentes. Primera, esta crisis nos está recordando algo que habíamos olvidado: nuestra vulnerabilidad, nuestra profunda dependencia de la naturaleza y nuestra común humanidad. Un organismo microscópico ha cuestionado todos nuestros sueños de omnipotencia tecnológica, nuestras ensoñaciones nacionalistas, nuestra fe miope en la autonomía individual y nuestra separación de la naturaleza. Segunda, hemos de asumir que somos finitos, limitados, y que nuestro conocimiento también lo es. Olvidemos, por tanto, pretensiones de omnipotencia y delirios de control absoluto. Una ciencia que quiere servir a la humanidad necesita de la ética, la filosofía, la teología. Tercera lección: Nada de lo que hacíamos ha resultado ser tan importante. La agenda se ha vaciado. El tiempo se ha desnudado. El silencio ha irrumpido. La vida se ha parado. Y al pararnos todos un poco, se ha abierto una inesperada ventana de posibilidades, vislumbrando otra forma de vivir. Martin Heidegger, el último gran filósofo alemán, criticó «el olvido del ser» de nuestra cultura. Un olvido que nos despeña sin remedio por el tobogán de lo material para aumentar sin límites el «tener», a costa incluso del atropello de los más débiles. Cuarta lección: A la luz de esta pandemia, puede y debe surgir el deseo de que la interrupción actual, provocadora de terribles consecuencias, sea «la semilla de un nuevo despertar», un poderoso revulsivo, una peligrosa memoria capaz de recordarnos lo que habíamos olvidado. El olvido de nuestra vulnerabilidad, el olvido de nuestra común humanidad, el olvido de lo fundamental para fijarnos solo en lo accesorio, el olvido de ser quienes estamos «llamados a ser». En definitiva, como resume certeramente el jesuita Jaime Tatay, «el olvido de todo aquello que nos abre al ‘otro’; al prójimo, a Dios y a su Creación». La prestigiosa revista La Civiltá Cattolica ha venido publicando durante los meses de confinamiento una serie de apuntes para iluminar los dramas vividos. Tiene especial interés la reflexión que hace sobre «la pandemia y Dios»: «La pandemia no ha sido un castigo de Dios. Dios nunca permitirá que prevalezca el miedo, la oscuridad y la muerte. El papa Francisco, en la bendición Urbi et Orbi, del pasado 27 de mayo, nos dijo que este tiempo de prueba es de ‘elección’. No es un tiempo de juicio de Dios, sino para nuestro juicio, para que sepamos elegir entre lo que es perdurable y lo que pasa, entre lo verdaderamente necesario y lo que no lo es. Es tiempo de reconducir la ruta hacia el Señor y hacia los hermanos». No se podría decir mejor. Dios actúa, sí, pero conmigo. Actúa pero no de un modo mágico, arbitrario, imponente, sino a traés de nosotros, por nosotros y a nuestro favor. Vale la pena que tomemos nota de estas «revelaciones» que nos deja, ojalá en sus estertores, la pandemia.

* Sacerdote y periodista