El arquetipo literario de la hipocresía es Tartufo. Personaje de una sátira de Molière que, desde el siglo XVII, ha servido para dar nombre al tartufismo, que figura en los diccionarios como sinónimo de doblez, falsedad, fariseísmo y fingimiento de la virtud, la altura de miras, la bondad o la devoción que no se tienen.

Debemos empezar recordando que Moliére es el padre de la comedia moderna. Perteneciente a la pequeña burguesía parisina y educado por los jesuitas fue, amén de autor, director de la compañía teatral que representaba sus obras, siempre con gran éxito, hasta causar una magnífica impresión a Luís XIV que, a partir de 1660, lo distinguió con su amistad, llegando a ser confidente suyo; y eso que en las comedias se burlaba de la aristocracia cortesana. Gentes de abolengo e influencia, las cuales consiguieron que la santa Iglesia romana --toma castaña-- lo excomulgara. Una de las obras que más ampollas levantó fue Tartufo, la cual llegó a estar prohibida por el Parlamento. Esa comedia, probablemente la más atrevida de sus comedias audaces, contenía una crítica inmisericorde de la hipocresía practicada por aquella sociedad empelucada, estamental, absolutista y reaccionaria en la que se desenvolvía Moliére

Las traducciones de Tartufo a las lenguas romances fueron abundantes. La última en España, libérrima y actualizada, sirvió para criticar a los artífices del franquismo declinante. La efectuó Enrique Llovet y llenó durante meses el teatro madrileño de La Comedia de un público que se refocilaba a carcajadas con la burla de los píos tecnócratas que tenían cogida por el mango la sartén de la política y la religión que, durante la dictadura, fueron dos platos del mismo menú.

El largo exordio antecedente viene a cuento para precisar que vivimos un tiempo político de pactos a todo pasto en los que las generosas palabras solemnes --haremos los acuerdos solo pensando en el bien común-- son artificios teatrales para obtener o conservar un poderío partidista, en donde la palabra programa pierde su auténtico significado y puede sustituirse por el vocablo enredo.

Hay quien sostiene que todo se debe a que estamos en un país con escasa cultura del compromiso político en donde los acuerdos serios son sustituidos por cambalaches generalizados. Todos los partidos, desde la noche electoral, tenían bastante claro lo que iban a hacer tras los comicios, pero a la hora de las justificaciones --algo que realizan autoproclamándose intérpretes de la voluntad popular--, les vemos el plumero de la codicia. Sin inmutarse, desdicen hoy lo que proclamaban ayer y que puede ser distinto a lo que manifiesten mañana.

A veces, para repartirse los trofeos, o camuflar derrotas inapelables, en la madrugada del último día, se saltan, con gran hipocresía, promesas, criterios, fronteras infranqueables e idearios que tenían por dogmas --tal sucede con el gobierno de la lista más votada--, quedándose tan panchos. Es más, llegan a la sinrazón de sostener dialécticamente que, dándose parecidas circunstancias, lo bueno en una comunidad no lo es en la limítrofe o en los municipios de sus capitales de provincia. Y para qué hablar de ese insensato encaje de bolillos que llaman «pactos a la sevillana»; o sea, votos gratuitos sin convenio explícito con los criptofranqustas de Cuelgamuros, con los demócratas joseantonianos de «Por el Imperio hacia Dios». Actitud exactamente calcada de la que los mismos intervinientes --PP y Cs-- tuvieron cuando, sin ofrecer la menor prueba, condenaron, rasgándose las vestiduras y poniendo el grito en el cielo, los supuestos pactos de Sánchez para ser investido tras la constitucional moción de censura. Pero, quizás, la máxima expresión de un estado de cosas tan sectario como fariseo es que en España Cs y PSOE anden a la greña mientras que en Europa reman juntos para cumplir el pacto que han suscrito en Bruselas liberales y socialdemócratas. Situación que, además de churrigueresca, cabe en la antología de la doble moral.

Como todo lo anteriormente expuesto --y mucho más-- sucede después de pregonar una gran mentira --España y la ciudadanía son lo único importante--, el espectáculo servido parece una manifestación flagrante, la suma y sigue del tartufismo de alta escuela. Vivimos la recreación, el retorno al pie de la letra y en carne viva, de aquel modelo de conducta engañosa, disfrazada de honorable, que satirizó Moliére en la plenitud francesa del Antiguo Régimen.

* Escritor