Con la llegada del otoño mi corazón se abre una vez más a los colores del paisaje gallego y al murmullo con el que se comunican entre sí las ramas de sus árboles. Retrospectivamente, también a lo vivido en septiembre del año pasado: la brisa y la luz en declive de ese mes aún perduran en mi memoria, así como el dócil aguacero de octubre que rasgaba el campo como si este fuera un fruto que se corrompe en las úlceras de las milgranas. Cuando pienso en todo aquello, mi mirada se entristece, sobre todo por lo vivido durante esta pandemia primaveral. En mayo no pude volver a aquellos parajes, conforme a lo que mi acompañante de aquel otoño (mi hijo) y yo nos habíamos propuesto. Resignados, convinimos en aplazar la experiencia para mejor ocasión, tal vez para la próxima primavera, si es que el covid-19 lo permite. Pretendíamos esta vez recorrer el Camino Francés, desde Sarria, la patria chica de Gregorio Fernández, hasta el Campus Stellae: un total de ciento trece kilómetros en la ruta jacobea más transitada y publicitada.

Recluido aquí en el Sur, procuraré viajar en el tiempo, como en noviembre de 2001 ya me invitara a hacer la doctora Lola Molina, ensayista y articulista formada en la Complutense y en la neoyorkina Universidad de Columbia, quien en la dedicatoria que me hiciera de su magnífico libro, ‘Compostelario’ (Biblioteca de Autores Contemporáneos, Poesía, Ediciones Alfar, Sevilla,1999), me invitaba a deambular por aquellas rúas del Villar, Azabachería y Nueva, así como por las plazas de la ciudad, en compañía de esos fantasmas y ángeles que por allí centellean, y que proclaman a los cuatro vientos lo momentáneo de toda belleza terrenal. Me sugería Lola también que contemplara desde el Monte del Gozo (nombre recibido en su día por un grupo de peregrinos franceses, felices de haber llegado hasta allí) el atardecer radiante y la gozosa visión de la Compostela más eterna, a la que entraremos siempre por la ermita San Lázaro, para rendirnos después ante el Señor Sant Yago, quien nos aguarda allí, según la tradición, desde hace más de un millar de años. Al conjuro de su nombre, las casas se han ido posando durante siglos por montes y valles, mientras por toda Galicia iban brotando pueblos y parroquias nuevas, verdes bosques, cultivos diversos, caminos, puentes, hospitales, albergues e incluso no pocos monasterios y catedrales. Pienso en Portomarín, llamada también Pons Minei o Puente sobre el Miño, la capital visigoda de Witiza; Palas de Rei; la agrícola Melide, centro comarcal de la Tierra de Mellad; Arzúa, o «terra do queixo», que aprovecha el trazado de una antigua calzada romana; Rúa y Lavacolla, donde nos espera su bosque con bellos senderos rurales y unos serpenteantes arroyos en los que realizar una ablución ritual antes de entrar en Santiago, la capital, cuyo centro histórico fue declarado en 1985 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

Ahora, sin embargo, cuando vuelvo la mirada atrás recuerdo lo más significativo del tramo gallego del Camino Portugués, aquel que mi hijo y yo recorriéramos por la muy conocida Depresión Meridiana. Partimos de Tui, y de su catedral de Santa María, para proseguir la ruta por O Porriño, en el valle de la Louriña, con sus justamente célebres canteras de granito, población donde nos topamos con la Botica Nova, concluida en 1912 y proyectada como farmacia; Redondela, con sus trece parroquias; y, en el extremo oeste de la propia Ría de Vigo: Arcade, Ponte Sampaio, Pontevedra y Caldas de Rei, envuelta por los ríos Limia y Bermalla, con sus aguas termales y una buena oferta gastronómica entre la que no faltó un buen plato de trucha, caldo gallego, la empanada de berberechos o de sardinas, el pan de maíz y, para rematar, el buen roscón casero; Padrón, entre los ríos Ulla y Sar, que tan enorme carga simbólica arrastra por haber arribado allí, según la tradición, el cuerpo del Apóstol, procedente del puerto de Jaffa. Visitamos, entre paseos por Iria Flavia, la casa donde en 1885 viviera y falleciera Rosalía de Castro, así como la austera tumba del Nobel Camilo José Cela, enterrado en un recoleto cementerio anexo a la colegiata de santa María de Adina, anterior a la época visigoda, pero con unas intervenciones que llegaron hasta el setecientos. En la villa, conseguimos la Pedronía sin dejar de tomar sus afamados pimientos que, si bien originarios de México, los franciscanos de Herbón importarían a finales del quinientos.

Concluimos nuestro caminar ante el Apóstol, ya en la catedral. En el centro de información al peregrino, tras acreditar el periplo, obtuvimos la Compostela; la estancia la prolongaríamos luego por el promontorio Nerio, la Costa da Morte-Finisterre, donde realmente concluye el Camino Jacobeo, con paradas en Pontemaceira, el Mirador de Paxareira, cabo Fisterra, donde perdura la tradición de ritos paganos y Muxía, prolongación desde antiguo del Camino de Santiago.