Hay profesionales tan identificados con su ámbito laboral, tan vocacionales, que cuesta trabajo imaginar que algún día lo abandonen. Pero el paso de los años es implacable y, antes o después, la despedida llega. Eso es lo que acaba de ocurrirle al magistrado cordobés Eduardo Baena Ruiz, que hace unos días se jubilaba en Madrid del que desde junio de 2014 ha sido su puesto en la Sala Primera de lo Civil del Tribunal Supremo; un cargo duro por las muchas responsabilidades que conlleva pero que le ha llenado por completo al permitirle crear doctrina, siendo como es «un obseso de la seguridad jurídica», según confesaba a Pilar Cobos en una estupenda entrevista publicada en Diario CÓRDOBA. Así veía cumplido el prestigioso jurista el deseo de culminar su recorrido en tan alta estancia, aun reconociendo siempre que la labor de un juez es administrar justicia, y eso puede hacerse con igual dignidad y solvencia en cualquier faceta de la carrera judicial.

Así lo fue demostrando a lo largo de una impecable trayectoria de casi medio siglo, desde que en 1975, con 26 años, ocupara su primer destino en el Juzgado de Primera Instancia de Alcalá la Real. Nada más ganar la oposición, su padre, también juez y en cuyo espejo de hombre libre siempre se miró, le dio un consejo impagable: «Hijo mío, ya eres juez, que seas humano». Y siguiendo la recomendación paterna se ha pasado la vida sin que, a decir verdad, le haya costado demasiado esfuerzo. Porque Eduardo Baena es, además de un hombre del derecho que nunca emprendería el camino torcido, una persona cordial y simpática -sabe endulzar con un chascarrillo las situaciones más amargas- que ha sabido conjugar la firmeza del magistrado con maneras afables y cercanas. Es, en fin, una buena persona que ha hecho amigos allá por donde fue pasando. Hijo de la Transición, toda ella podría rastrearse con solo seguir sus andanzas en el mundo de la justicia. Cuando el referéndum de 1976 sobre la Ley de Reforma Política le tocó ser presidente de las juntas electorales de zona, y en 1981, tras pasar por Lucena y ya ascendido a magistrado, llegó a San Sebastián en los tiempos más plomizos del terrorismo. Allí afrontó episodios como el de aquel Martes Santo en que tuvo que ordenar el levantamiento de dos cadáveres debidos a ETA, y lo hizo sin olvidar una de sus máximas -este juez es un tipo senequista que gasta sentencias hasta dormido-, la de que «el temor es como el colesterol, bueno y malo; si te atenaza, malo, si te hace responsable, bueno».

Después, ya de vuelta a Córdoba, iniciaría su etapa más creativa en la judicatura, pues muchas de sus resoluciones han creado jurisprudencia. Eduardo Baena ha sido un magistrado de estrenos que ha ido abriendo camino: como primer juez de familia que hubo en la provincia se esforzó en aportar contenido y sensibilidad a un campo novedoso en el que pronto se convirtió en auténtico especialista. En 1990, junto al hoy presidente de la Audiencia, Francisco de Paula Sánchez Zamorano -quien acaba de publicar un poemario nacido durante el confinamiento, Paisajes habitados, afianzando a cada paso su otro perfil, el de gran escritor-, pone en marcha la Sala Tercera de este organismo, que presidirá durante 14 años en que su despacho estuvo abierto para todos. Hasta que pasó al Supremo, del que ahora lo retiran sus 72 años, aunque en lo más hondo siga siendo el joven que llevaba la justicia escrita en el ADN.