Todos necesitamos una resurrección. Alguna vez, al menos. Todos necesitamos sacar nuestras cabezas de las aguas y volver a nacer. Reinventarnos, creer. Poner el contador de la existencia a cero y entender que el combate comienza cada día, con su piel de labranza, de aguante y de entusiasmo, que el presente es tener nuestro tiempo en las manos como el personaje interpretado por Rod Taylor en La máquina del tiempo, haciendo de H. G. Wells. El pasado lo vamos escribiendo lentamente en esas mismas manos, con su arcilla ancestral, y el futuro es el fuego quemando Notre Dame: justo lo inesperado, con su horror en los ojos y su dolor de piedra. Las gárgolas de Notre Dame arden ahora y vuelan por la imaginación del humo enfebrecido, porque mirar la estampa es encontrar un nuevo París: el del fin de los tiempos. Algo de esa sensación tenemos, algo de eso han tenido que pensar los libreros de la Shakespeare and Co., la librería mítica parisina que una vez vio beber a Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway y que está justo enfrente de la catedral; la Shakespeare and Co. que editó la primera versión del Ulises de Joyce por un sistema de suscripciones previas y a la que fueron Ezra Pound y Eliot una tarde de abril, que ya era entonces el mes más cruel de cualquier calendario literario y de ensueño, poco antes de que apareciera Robert Felton para reclamar su sombra a la posteridad. Sus fantasmas se tocan frente a las cenizas de ilusiones pasadas, que hoy descansan a los pies de Notre Dame: cada vez que he estado en París he sido feliz, pero una de las veces que he disfrutado más fue con Juan Ojeda tomando dry martinis en el Harry’s Bar, donde también bebió Felton el farsante y halló camaradas para el rito de estadounidense expatriado, bajo la tutela de Gertrude Stein y el trazo rotundo de Picasso, adivinando la fragmentación del mundo que ahora se descompone en sus escombros.

Todos tenemos que sobrevivir, o al menos intentarlo. Como en la teoría de la puerta de atrás en la columna: sacude al que haga falta y nunca tengas miedo de decir la verdad --aunque en el fondo sea la tuya y poco más--, pero deja una puerta abierta para que pueda salir airoso del sopapo. Porque tenemos derecho a equivocarnos, porque todos podemos o debemos permitirnos de vez en cuando el lujo de perder, y también cuando hablas de algo o alguien debes contemplar el hecho irrebatible de que la vida es larga o mucho menos de lo que nos gustaría, pero siempre hay tiempo para que cualquiera pueda rectificar. De eso o de algo de eso va este artículo, ésta es la teoría de la relatividad de los aciertos. No hay nada más vivo que los textos: lo que un día te gusta o te parece bien al día siguiente encuentra mil obstáculos, hay mil tachaduras en el folio y hay que reescribir lo que nos falta. Pero ojo: es la única manera de que el texto merezca la pena de verdad.

Cualquier día es bueno para resucitar, para salir de nuevo a la respiración del primer verbo, la primera palabra, el primer canto. No hay un espectáculo mejor que ver nacer a alguien, que asistir a esa fuerza volcánica de asombro que trae a la vida a un ser, con su propia sonrisa y con su gesto, con sus ojos profundos que vienen de los sueños de una vida anterior apenas atisbada entre los restos del líquido amniótico. Porque si Jesucristo, que resucita hoy, sale de entre los muertos como Lázaro, es para recordarnos en su propia palabra que todos tenemos derecho a enderezar el ritmo de los pasos, a dejar que otros tiren la primera piedra, a vivir nuestro propio camino de Damasco para descubrir nuestra respuesta. Y tenemos distintos rostros, gestos, horas, en esa conciencia de un sol leve y espléndido que nos hace saltar hacia la luz, descubrir esa voz que nos hace vivir.

Entre el fuego y la luz, hoy seguimos viviendo. Todo se reinicia, todo late otra vez, todo se reinventa y todo es cambio. Creo que el dogma --y también su metáfora-- de la resurrección tiene que ver con eso, con la capacidad que tenemos para reconvertir nuestro horizonte y descubrir matices, nuevos ecos, esa necesidad para ser otros que adivinó Rimbaud. Hoy la celebración es volver a sentir, salir de entre los muertos como en Vértigo, la película de Hitchcock. Algo debe de haber, porque la escritura --y también la lectura-- es un movimiento del cuerpo y del espíritu hacia la eternidad, como nos enseñó Pablo García Baena, que amaba estos días. Hoy volvemos a brindar por las horas presentes, con su nueva escritura, porque la resurrección es vivir.

* Escritor