La Semana Santa es divino folclore: la vida complicada pero coloreada por el pueblo. Cobrar por verla es un sacrilegio. Dicho tributo es incompatible con la honra de la democracia. Y la construcción de muros para que los que no pagan no vean parecen ideas de sanedrín. Criticamos al Consistorio por la nueva carrera oficial obtusa y cara cuando estas medidas tan extrañas son cosa cofrade (¡qué tristes las grandes Tendillas!). La Semana Santa no solo son las cofradías, ni el ambicioso cargo de hermano mayor. Ni tan siquiera los Cristos o Vírgenes artísticamente tallados pero que no dejan de ser teatro. La Semana Santa es la verdad de la fe; costaleros, madres que caminan descalzas y jóvenes que lloran ante la explosión del alma del sur. O las personas mayores que cierran los ojos pidiendo al Espíritu Santo el cuido de sus seres queridos cuando ellas y ellos falten de esta tierra. Es verdad que las entidades implicadas hacen un gran esfuerzo con la organización, pero habría que encontrar el equilibrio entre la preparación y las raíces. Si obviáramos el egocentrismo y el egoísmo podríamos dar con la fórmula ideal. Porque los poderes públicos y las hermandades privadas no están para protagonizar nada sino para facilitarlo todo; pero parece que no son buenos tiempos para nuestra identidad. Y contra todo esto solo nos queda la espontánea saeta, lo más meritorio y gratuito que aún no puede ser domado por los poderes fácticos pero que cada vez está más sola para luchar contra la politización de Dios. Pero ya están empezando a atacarla: andaba un paso por una calle que parecía querer encallarlo y de pronto una mujer de unos ochenta y tantos años de estética preciosa y rostro heroico que reflejaba todas las riquezas y penurias del pueblo andaluz, comenzó a cantar. Cuando estaba terminando, vi a un capataz con traje de banquero y medallones colgados que a pesar de estar tan cerca de la verdad, no la escuchaba. Y me olí que iba a meter la pata obsesionado con su mando y su reloj porque hablaba en voz alta a los costaleros a la vez que aquella diosa viva cantaba a duras penas por su edad. Y cuando la saeta daba sus últimos y más esforzados quejíos, aquel señor dio orden de alzar al Cristo liando al gentío que comenzó a aplaudir mientras la flamenquísima voz se ahogaba en un mar de intereses y vulgaridad. Pero gracias al amor a lo nuestro, algunos soltamos potentes un chssssss que hizo despertar un nuevo silencio sepulcral y la señora finalizó su saeta llenando el lugar de majestuosa cultura popular. Y entonces Andalucía, como Cristo, resucitó.

* Abogado