Mi nombre es Spurius y fui barbero en la antigua Roma. Nada impresionante, no crean. No tenía un hermoso local con mosaicos, ni una clientela distinguida. De hecho, yo mismo he llevado barba siempre, porque pienso que si me vieran muy bien afeitado los clientes pensarían: ah, Spurius está pulcramente afeitado, ¿a qué barbero va Spurius? Y tal vez buscarían al barbero peor afeitado, por dar a entender que él me afeita bien a mí y yo mal a él, porque la plebe es así y ustedes lo saben. Yo lo que hacía era ir con mi navaja, una escudilla y un taburete, todo en hatillo atado a la espalda, y buscaba el sitio en el que los hombres quisieran afeitarse ya que estaban allí. Esto es importante: yo fui siempre un segundo espada, una contingencia. A mí no me venían a buscar para el afeitado. A mí me encontraban, que no es lo mismo y ustedes verán si importa.

Ese día estaban jugando a la pelota unos jóvenes muy fornidos, quum pila quidam Iuderent, y la gente se arremolinaba para mirar. Yo pienso que la simpleza del juego, más que por el lance, triunfaba por las apuestas, que eran incesantes entre el mucho público. Bueno. Que me coloqué cerca, puse el taburete bajo un suave rayo de sol y me puse a desbrozar los rostros de mi clientela. La navaja destellaba entre el agua y la luz, silbando. Se me acercó, tras unos minutos de duda, un esclavo cargado de hombros. Depositó un fardo en el suelo y me dijo: aféitame. Inequívoco, ¿verdad? Que se sentó donde se sentó y que me pidió que lo afeitara. Una pasada, ras. Otra, ris, ras, sin espuma, solo agua y buena mano, que aquello era la Roma antigua. Ris ras, le inclino la cabeza, ras, pasada larga a un lado del cuello, casi terminado, y un pelotazo escapa, me da en la mano, mi navaja se hunde en la yugular del desgraciado y se muere.

No quiero presumir, pero soy una celebridad entre los jurisconsultos. Di que hablar. Mela decía que la culpa era del jugador responsable del golpe en mi mano. Yo pienso como Mela, porque tiene razón y porque según la Ley Aquilia, el que mataba con injuria al esclavo ajeno, o a un cuadrúpedo, o a una res, tenía que pagarle al dueño el mayor precio que hubieran tenido ese año. ¿Por qué le diste tan fuerte a la pelotita, hombre, si me estabas viendo con la navaja en la mano? Ahora pagas tú, y si negases, el duplo. Próculo pensaba que la culpa era mía, porque decidí poner el taburete cerca del partido, y que lo hacía frecuentemente. Y yo digo, ¿me viste todos los días allí, Próculo? ¿Y no dijiste nada? A ver si vamos a pagar a medias. Y más digo: tus proculeyanos decían que una muchacha era mayor de edad con 12 años, a ver qué tal te ha sobrevivido esa teoría, Próculo, compañero.

Ulpiano, que me inmortalizó, me echó un capote importante. Si me ves afeitando en un taburete al lado de un partido y me pides turno, te va la marcha y sabes a lo que vas, y si te secciono una vena a quien tienes que quejarte es a ti mismo, decía Ulpiano.

Yo a Ulpiano lo he admirado siempre muchísimo.

* Abogado