Hace unos días, me llamó la atención la alusión específica que hizo el presidente Sánchez a los jóvenes, apelando a su responsabilidad frente a una supuesta sensación de inmunidad con la pandemia: «Se lo suplico. Háganlo por sus padres y sus abuelos». Puso en el punto de mira a quienes representan al 15 % de la población. Jóvenes que están siendo golpeados, más que por la pandemia sanitaria, por el tsunami de la crisis social, económica y política en la que quedamos todos.

Jóvenes muy preparados, que hablan idiomas y se manejan en todas las aplicaciones informáticas, que se mueven por el mundo sin prejuicios, pero con vidas aplazadas en muchos casos. Viviendo en casa de sus padres, con trabajos precarios, como parte también de un paro estructural que no solo afecta a empleos poco cualificados o a personas mayores de 50 años. Una generación que vive sobreexpuesta, zarandeada por la incertidumbre de un mundo en cambio en todos los órdenes: tanto de relaciones personales, condiciones laborales, hábitos de consumo o participación política. Todo ello, en un entorno muy volátil, que genera frustraciones y falta de expectativas. Los jóvenes ya ganan menos y viven peor que sus padres. Algunos solo tienen la emigración como salida, lo que representaría para la sociedad una sangría humana y un déficit de talento que no debemos permitirnos. No lo tienen nada fácil ser joven en nuestros días. Es urgente romper esta cadena para que esta situación fatal no se vuelva crónica.

Muchos jóvenes han eliminado del centro de su existencia aquellos ideales sobre un mundo de paz e igualdad para todos, de causas solidarias, para subirse al tren del individualismo y la competencia, del consumismo desmedido. De las creencias y los compromisos para toda la vida, se pasa a una visión materialista y al carpe diem. El tiempo del asociacionismo activo y la participación política como herramienta de transformación de la sociedad, ha dado paso a los extremos, tanto de la incredulidad y la apatía política como a la apología de las siglas pero perdiéndose, en cualquier caso, pensamiento crítico y proyecto propio. Actuando en ocasiones por mimetismo, por ascendencia grupal, por el borreguismo de tendencias, modas y soflamas. Ciertamente, las sociedades acomodadas se vuelven más inmovilistas y conformistas en todos sus estratos, bien manejables. Crece la libertad de expresión pero mengua la libertad de pensamiento.

Debiera ser ahora, en tiempos de crisis, donde emergiesen jóvenes audaces, iniciativas transformadoras, proyectos arriesgados, nuevos estilos. No queremos jóvenes que se parezcan a los adultos. Sino que se rebelen contra lo establecido, que rompan cadenas, que se liberen de hipotecas y servidumbres, que busquen su discurso propio y señas de identidad, que se reflejen en otros modelos más limpios, más justos y veraces. Hace ahora 2 años, desde Roma, el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel y el filósofo budista Daisaku Ikeda lanzaron una apelación conjunta a los jóvenes de todo el mundo para que se unan y enfrenten los importantes retos de la humanidad, en esta vertiginosa dinámica de cambios que lleva a grandes desafíos, y sean constructores de su propia vida y de la historia del nuevo milenio, basada en pilares de justicia y solidaridad.

Sí, debemos acordarnos de los jóvenes, pero para reconocerles su resiliencia, darles su sitio en nuestra sociedad, escuchar sus inquietudes, empoderar sus capacidades y aprovechar sus talentos. Para tener, sencillamente, un futuro de esperanza.

* Abogado y mediador