En los años 80, bajo la coordinación de Eric J. Hobsbawm y Hugh Trevor-Roper, se publicaron las ponencias de un Congreso cuyo título era The invention of tradition (La invención de la tradición). Antes que al español, se tradujo al catalán en 1988, y en esa lengua leí por primera vez las consideraciones sobre el tema. Hobsbawm redactó un prólogo para la edición catalana donde define el término «invención de la tradición», y que en esta coyuntura merece ser citado de forma literal: «innovació disfressada de continuïtat, novetat disfressada d’antiguitat» («innovación disfrazada de continuidad, novedad disfrazada de antigüedad»). Esa frase, en catalán o en español, sintetiza la historia reciente del nacionalismo catalán en el ejercicio del poder, desde que Pujol llegara a la presidencia de la Generalitat hasta este punto culminante alcanzado con Torra. Sí es una novedad que se hayan decidido a actuar al margen de la legalidad de manera abierta (de forma encubierta ya lo habían hecho), hasta el punto de que varios de sus dirigentes han sido condenados por el Tribunal Supremo. Y la reacción, como hemos podido comprobar, ha sido la violencia en las calles, y unas autoridades catalanas que no saben estar a la altura de lo que su cargo requiere, e ignoran una y otra vez que su máxima autoridad no es sino el representante del Estado español en Cataluña.

Entre las demás fuerzas políticas no extraña que algunas pretendan obtener rédito electoral con críticas a la actuación del gobierno, que desde luego consideran poco dura, con esa posición extrema de Vox, que como suele ser habitual ignora los elementos constitutivos de un Estado de Derecho, pero dado que las otras derechas no desmienten sus palabras contribuyen a formar un clima en la opinión pública que apoyaría unas medidas de fuerza impensables en un Estado democrático. De otra parte, un sector de la izquierda mantiene la cantinela de hablar de presos políticos, lo cual me parece una falta de respeto a cuantos en sus filas sí que fueron tales, de verdad, durante la dictadura franquista, y desde luego es incalificable que hayan elevado su voz sobre todo para criticar la intervención policial, cuando todos hemos sido testigos de a qué tuvo que enfrentarse la fuerza pública en varias ciudades catalanas, y muy en especial en Barcelona.

Barcelona

La capital catalana ha sido escenario, en la etapa contemporánea, de acontecimientos decisivos, de ahí que haya recibido denominaciones como Manchester de España, París del sur, Rosa de Fuego o Ciudad de los Prodigios, como nos recuerda Alejandro Sánchez en el libro que coordinó: Barcelona 1888-1929. También ha sido escenario de actos violentos, como la Semana Trágica de 1909 o las Jornadas de mayo de 1937, en plena guerra. Unos meses después de estas últimas, el entonces conseller Tarradellas visitó al presidente Azaña, quien, al comentar en su diario la entrevista, indica que las opiniones del político catalán tendían a separar la causa de Cataluña de la causa general de España, lo cual consideraba como una «actitud de insolidaridad o semiindependencia», porque, según Azaña: «Que Cataluña correrá como siempre, en esta guerra, la misma suerte que el resto de España, es una verdad palmaria, que ningún catalán desconoce ni niega». Al parecer, estamos en idénticas circunstancias, salvo que no tenemos una guerra por medio, pues más allá de las proclamas vacías de contenido del independentismo, nadie duda en su fuero interno de que Cataluña se mantendrá vinculada a la organización política de la que nos dotamos con el texto de 1978, aunque en el mismo se deban introducir algunas modificaciones, pero hemos de hacerlas entre todos los ciudadanos, y no de manera unilateral ni por la fuerza, sino por los procedimientos reglados en nuestro ordenamiento jurídico.

* Historiador