Me encantó una exquisita y cercanísima entrevista de la SER al poeta en catalán y español Joan Margarit, que saltaba de uñas como un gato en un microondas cuando un amigo le quiso elogiar diciendo que «tenía el espíritu joven». «¡No, no, yo no soy joven ni quiero! ¡Faltaría más!» atajaba en seco para, entre bromas, decir verdades como puños. Ya saben que cuando los poetas hacen gala de humor, lo manejan mejor que nadie. Así, Margarit aprovechó para arremeter contra la dictadura de los sobrevalorados modos juveniles con fina ironía.

Y no le faltaba razón. La exaltación de la juventud, que jamás se había dado en ninguna sociedad, se produjo en los revolucionarios años 60. Pero no por los hippies de San Francisco, sino porque por primera vez en la Historia los jóvenes tenían capacidad de consumo (para comprarse un disco de los Beatles o un contestatario vaquero), que históricamente antes los jóvenes eran mayores y padres con 18 años.

Y quizá diga una bestialidad, pero incluso sospecho que lo que más está ayudando muchas veces la tolerancia, la solidaridad y hasta a la igualdad, como pasó con los jóvenes en occidente hace medio siglo, no sea otra cosa que «por el interés te quiero, Andrés». No sé si usted se huele, como un servidor, que en el salto que ha dado la igualdad de la mujer en las últimas décadas, sometidas en España a preceptos medievales hace tan solo cuatro décadas (tampoco ahora es que sea para tirar cohetes), se ha debido al menos en una pequeña parte a la constatación de que manejan el 80% del gasto familiar. Que los derechos civiles en EEUU le deben tanto a Martin Luther King en el Sur como a que los negros comenzaron a ser consumidores en el industrial Norte de Detroit y Chicago o que el camino actual a la igualdad del colectivo LGTB es un poquito menos duro porque el mercado sabe que su capacidad de gasto es el 20% superior a la media.

En fin: que tan sano es sospechar de todas las modas comerciales que ponen determinados hábitos y valores por encima de otros (porque van a lo que van: al dinero), como desaprovechar que el diablo se ponga de parte de uno. A fin de cuentas, el poder es el poder, hasta cuando se compra en el supermercado. Que si en la práctica no todos somos iguales ante la ley, sí que los somos al abrir la cartera y consumir.