A estas alturas del año deberíamos estar recreando el pesebre de Belén con sus protagonistas, montando el árbol con sus adornos y cantando villancicos, degustando mantecados y Rosoli mientras se multiplican los encuentros y comidas de hermandad en trabajos y colectivos, y se cruzan felicitaciones de buenos deseos en fechas tan entrañables. Pero contradictoriamente, la actualidad nos lleva de forma contumaz y persistente por otros escenarios menos edificantes para el género humano, paisajes que lejos de asomarnos a la ternura del histórico nacimiento, focalizan más el castillo del resentido Herodes.

Me refiero al odio, como arma arrojadiza que protagoniza y marca la agenda de los noticiarios. Si hace unos días la fiscalía abrió investigación por un delito de odio al profesor de la Universidad de Barcelona que insultó con comentarios homófobos a Miguel Iceta; poco después Rodrigo Lanza presuntamente acabó con la vida de Víctor Láinez tras increparle por los tirantes que llevaba con los colores de la bandera nacional; y el actor Toni Albá llamó a la candidata catalana de Ciudadanos, Inés Arrimadas, «mala puta» a través de un tuit. No pensemos que son hechos aislados, ni especialmente provocados por la situación política que vivimos en Cataluña y la secuela de odio que está generando. Las redes sociales, que no son sino una manifestación masiva del latir y sentir de la ciudadanía, destilan con virulencia bastante odio y mala leche.

Hay odios individuales por heridas abiertas, como los que surgen entre la pareja tras la ruptura, o contra el jefe de la empresa tras el despido, o contra personas que alcanzan notoriedad por sus exabruptos como le ocurre al presidente Trump. Cuanto más pequeño es el corazón, más odio alberga, en palabras de Victor Hugo. La gente retrata el odio apelando a emociones negativas e intensas como el desprecio, la rabia o el asco, causados por la creencia o el juicio de que el otro, el odiado, es un ser malvado y detestable, señala el autor de Emociones Corrosivas, Ignacio Morgado. Pero también predominan hoy odios colectivos, mutuos en ocasiones, como los judíos y palestinos, serbios y croatas, hutus y tutsis, ya sean por motivaciones religiosas, ideológicas, étnicas o políticas; fomentados por el adoctrinamiento o el fanatismo sectario, y arropados con un erróneo sentimiento de superioridad. Este odio que nos destruye, tan de moda hoy, no es biológico sino cultural, y casi nada estamos haciendo por evitarlo. El único antídoto es el amor, la libertad, la justicia y la verdad. Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen o religión indicaba Nelson Mandela. El odio no es un sentimiento inocuo, sino un virus muy peligroso, tanto por sus perversos efectos como por su capacidad de contagio. Basta con que una persona odie a otra para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera.

El odio, además de envilecer, indefectiblemente corroe y ciega. Ojalá sepamos todos, en la pequeña escala de lo cotidiano, cercenar de raíz esas manifestaciones de odio que nos resultan cercanas y hasta cotidianas, ya sean individuales o colectivas. Y desde el respeto apreciemos en todo ser humano la dignidad que le corresponde. Para que en los días venideros no sea el rencor de Herodes, sino la bondad del recién Nacido, el faro de nuestros pasos y el legado de nuestra existencia.

* Abogado