La gran reserva espiritual de occidente, como durante mucho tiempo ha sido denominada España, puede verse reflejada en las numerosas procesiones de nuestra semana grande. Una semana de 2017 anticiclónica y gastronómicamente singular que ofrece la imagen de una España fuertemente católica. Sin embargo, el proceso de secularización de la sociedad que comienza en Europa a principio del siglo XX, también nos ha llegado a nosotros, avanzando a un ritmo sin pausas. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística (INE), en el año 2000 el 75,6% de los matrimonios se celebraron en la Iglesia, pero éstos han ido decreciendo. Así, en 2005 fue el 60,3 %, en 2010 el 41,1%, en 2015 el 29,1%, y en el primer semestre del 2016 el 22%. Claro que este secularismo, en cierto modo hegemónico en Europa, no nos ha venido por la separación entre la política y la religión sino por nuestro propio compromiso con la religión. Parece que o no la necesitamos o sin ella se puede vivir con más libertad y sin ninguna culpabilidad.

Pero, mientras tanto, la religiosidad de esta semana de Pascua, de esta semana de Pasión, aflora generación tras generación. Nuestro ambiente cotidiano cambia y se impregna primaveralmente de esa religiosidad cristiana católica que se siente popularmente durante esta semana, que va desde el Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrección. Esa religiosidad cristiana católica que se vive en la calle, durante una semana, y que ya es de diez días. Y allí en la calle, las procesiones, en su proyección urbana, enaltecen los valores religiosos, se reafirman como patrimonio cultural y se traducen en la fuerte y arraigada permanencia de este fervor religioso popular. De modo que en todo este paisaje de contrastes, la escenificación de la Semana Santa posee diversos significados. Obviamente uno de ellos es el religioso. Pero otro, lo es el resultado turístico y económico relevante que produce. La comercialización de esta semana religiosa, semana de devoción popular y de fe, promueve el consumo emocional y otros recursos turísticos. Promueve un turismo religioso, considerado por el plan de turismo de 2020 como un sector emergente en España. A nivel mundial, y de acuerdo con la Organización Mundial de Turismo (OMT), unos 300 millones de personas viajan anualmente por motivos religiosos; o viajan al menos por, lo que nosotros podríamos añadir, la curiosidad de lo sagrado. Las iglesias, las catedrales ya no son espacios exclusivos de culto, son espacios multifuncionales. Y uno de ellos es funcionar como espacios de visita de consumo turístico.

Pero, como todo rito, en este caso ritual religioso y patrimonial, la Semana Santa la percibimos con una doble dimensión. Una que es exterior, social y comportamental: el espacio de la calle, las cofradías, los pasos, los costaleros, los nazarenos, los penitentes, las mujeres y sus vestidos negros, las cruces, las velas, el acompañamiento musical, etc. Y otra que es interior, espiritual. Y que es con la que le otorgamos sentido al ritual litúrgico de toda la semana. Con ambas dimensiones nos cohesionamos socialmente en esta manifestación de identidad religiosa, y la Iglesia, además, reafirma su presencia en el contexto secularizado en el que vivimos. Pero quizás nos podamos perder en la profundidad del mensaje cristiano. El mensaje del evangelio que nos conduce a enfrentarnos y dar soluciones a nuestros problemas y limitaciones.

Toda la liturgia de la Semana Santa, toda su esencia, se representa en la eucaristía. En la eucaristía que se celebra cualquier domingo o cualquier otro día de la semana en el interior de las iglesias. El pan y el vino que se ofrecen, integran los elementos enriquecedores de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Es en la misa, en la celebración de la eucaristía, donde, de acuerdo con el Concilio de Trento y el Vaticano II, Jesús está presente mediante la representación de su sacrificio (su pasión, muerte y resurrección). De modo que, si toda la liturgia de la Semana Santa, ritualidad de mayorías, nos proporciona ese contacto espiritual con Dios, la misa, acto minoritario, nos proporciona el valor de mantener ese contacto, y a comprender el sentido del evangelio. La vida es una lucha constante, y nuestro quehacer diario, nuestras limitaciones y carencias necesitan de ese contacto y de ese sentido. Y, desde esta necesidad, paradójicamente, en muchos países del mundo, y especialmente en Europa, se está experimentando un renacimiento de la fe y la religión. Tanto en la vida privada como en la pública. En la vida privada, algo tendrán que ver valores cristianos como la solidaridad, la paz, el amor, la humildad, etc. Y en la vida pública, no solamente influirá la manifestación de la fe sino también la cooperación entre lo religioso y las tradiciones culturales.

* Cronista