Todos hemos oído, y algunos utilizado con frecuencia, la palabra relato. Siempre significó narración de carácter literario normalmente breve. Pero desde finales del siglo XX nos llega con otra semántica. Se trata de la organización del mensaje(s) que se expresa por boca del político, el empresario influyente, portavoces de think tank, conferenciantes por el mundo y hasta a académicos y profesores, al objeto de que nos quedemos con su recado; para que les votemos; compremos sus productos, intereses o ideas; para que su influencia nos haga cambiar de opinión o prioridades y nuestro pensamiento se alinee con los objetivos que busca y la misión para la que trabaja.

Curiosamente es una manera engañosa de comunicar e informar (?) que no tuvo casi rechazo desde el primer momento. Su implantación ha sido tan rápida y exitosa como el móvil multiusos, y fue acogida, incluso con indisimulado deseo, aunque con variantes claro, por demócratas y republicanos estadounidenses; izquierda y derecha europea; por tirios y troyanos. Así pues, desde hace más de dos décadas, la emoción exigida a todo mensaje que se precie es fingida. Ahora lo que se nos da en un relato es lo que interesa al emisor y hará todo lo posible e imaginable para que parezca que lo que te ofrece es lo que realmente necesitas y deseas o estabas esperando.

El relato no es como la publicidad, aunque hincara en un principio sus raíces en su mismo vivero; ella es creativa, deslumbrante en ocasiones, ingeniosa, disolvente... y mil cosas más. El relato es un obús, un sintagma que tiene una única orden: cumplir un objetivo.

Quedémonos con tres imágenes que hemos contemplado reiteradamente las últimas fechas. La construcción velocísima de un macro hospital en Wuhan para atender infectados y enfermos por el coronavirus; la adaptación supersónica de la nave gigante de una instalación ferial para atender, igualmente, a estos enfermos en Madrid y, por último, esa entrada en Nueva York, como majestuoso crucero victorioso que regresa a la base, del enorme buque hospital que viene a «salvar» a los neoyorkinos infestados.

¿Qué buscan esas tres imágenes? ¿Qué ansiaban transmitir sus relatores? La eficacia de unos gobiernos atendiendo a sus ciudadanos con rapidez y una urgencia máxima. ¿Qué pretendían en realidad al hacerlas virales, transformarlas en adictivas, necesariamente emocionantes y espectaculares? Ocultar todo lo demás con su impacto; apartar el foco mediático de los hospitales atestados de enfermos; de las residencias de mayores infectadas; de los comentarios críticos en los informativos más seguidos.

Como bien pensó y relató nuestro lingüista y filosofo, Emilio Lledó, es falso que una imagen valga más que mil palabras, porque la realidad solo puede entenderse y explicarse por medio de palabras habladas o por escrito, y si no logramos entender qué nos dicen, o son traducidas en imágenes, nos enteraremos de poco o de nada en múltiples ocasiones.

El relato interesa hoy incluso a aquellos que nunca lo utilizaron ni les interesó, y mucho menos necesitaron para hacer más robustas y eficaces sus artes para comunicar. Me refiero a Felipe González. Se mueve un video en las redes en el que el expresidente pone solo una gran pega a la gestión del Gobierno en la crisis sanitaria: no está comunicando bien el problema y cómo lo viene afrontando. A González nunca le interesó comunicar de una manera u otra, más bien era de los de hacer (por los hechos me conoceréis) y de emocionar a la gente con la seducción de sus palabras, que siempre hablaban de compromiso. Ofrecía pocas ruedas de prensa (hasta cuatro meses tardaba en comparecer ante la prensa) y los briefing off the record eran mínimos. A él todos lo entendían, y el dinero del Estado se veía en las carreteras y en las pensiones a fin de mes. Así se mantuvo en el Gobierno cerca de 14 años. Pero hasta a él le ha llamado la atención la efectividad del relato, o quizás fue consecuencia de las heridas que le dejó el acoso que recibió por parte del llamado «sindicato del crimen» periodístico. Eso sí que fue un relatazo.

Un periodista neoyorkino (lamento no recordar ahora su nombre) tras la catástrofe de Lheman Brothers escribió (cito de memoria): «Nos hicieron creer que los datos de las empresas, sus cuentas y resultados, estaban controlados, fiscalizados al máximo, que creyéramos los informes que nos proporcionaban los organismos públicos y privados que las regulaban y controlaban. Entonces nos dedicamos a investigar en qué se gastaban los CEOS y otros directivos sus fabulosos sueldos, bonus y otras asignaciones; cuantas casas adquirían por el mundo; cuantos coches, cuantos divorcios... Pero resultó que no existía ese control que nos aseguró. Nos habían engañado, intentaron (y casi lo consiguen) convertirnos en los informadores del corazón de los millonarios, mientras ellos se hacían cada día mas ricos». Si, la historia de Wall Street también fue, y continúa siendo, un gran relato.

* Periodista