Érase un antiguo poema que aprendimos en la infancia, que bien podía haberlo escrito Perogrullo. Su moralina era la dificultad de un hidalgo portugués para hablar el francés, cuando todos los niños de Francia aprendían el gabacho sin dificultad. Fuera de esta obviedad vernácula, hay naciones que se llevaron las mejores porciones cuando se derrumbó la Torre de Babel. Sin ir más lejos, los portugueses no quedaron muy mal parados, acaso por la querencia de los ingleses por el Oporto y su compromiso de no doblar las películas de Hollywood. Pero la mejor prueba de ese Pentecostés profano la tienen los pueblos balcánicos, que cuando llegan a nuestra Liga se ajustan antes a nuestra gramática que al sistema de juego del míster. En el particular trabalenguas de los idiomas, nuestra gran aportación es el ser y el estar, verdadero quebradero de cabeza para los guiris cuando afrontan el castellano.

Esta dualidad es una característica genética del español, pareja al serlo y el parecerlo, a esa hidalguía que pretendía mostrar oropeles aun cuando las tripas se amotinasen día sí, y día también. Pero también era el recelo del pan, pan; y el vino, vino, pues los pueblos de España se argamasaban en la desconfianza que se aplacaba en la escritura. Precisamente, la sublimación del papeleo, y uno de los grandes orgullos patrios, es el Archivo de Indias, donde hasta casi se cuentan los ratones que se colaban en los galeones para hacer también sus Américas.

Ante tanta cofradía de Leyenda Negra, apuntalada por nuestro sentimiento masoquista de la vida, uno de los grandes méritos de la Corona de Castilla fue que en toda tripulación siempre se enrolara un veedor. Muchos siglos antes de que la vida se hiciese inconcebible sin un selfie, el cronista tiraba de pluma y el más improvisado de los tinteros para certificar que lo vivido solo acontece cuando se traslada al papel. Estos aventureros de querencias prosaicas se adelantaron al mismísimo García Márquez, al compartir el mismo propósito de sus memorias: vivir para contarlo.

Ante la furibunda terquedad sajona, fue toda una suerte que Antonio Pigafetta se encontrase entre los 18 supervivientes de la nao Victoria. El diario de Pigafetta es el verdadero Cuaderno de Bitácora de la primera vuelta al mundo. Se agradece esa conjunción astral, a lo Pajín, entre la inmortal pisada de Armstrong y la llegada de los 18 a una Sanlúcar que ha visto desplazarse la desembocadura del Guadalquivir casi un kilómetro hacia Doñana. Un cero más hacia la derecha entre ambos tremendos acontecimientos, para engrosar la gran chequera de la Historia. Porque a Colón le husmeó la equivocación y la curiosidad -le birlaron el nombre de un continente- y en el Nuevo Mundo llegaron antes sus aborígenes y hasta Erik el Rojo. Pero mal que le pese a Drake y a la omnipresencia anglófila, esos dieciocho sin lugar a dudas fueron los primeros que la circunvalaron. Conjunción astral versus conjunción prosaica, pues la expedición de Magallanes ayuntó la cruz, la gloria y el pragmatismo de alcanzar una nueva ruta hacia las especias. Esa hazaña alimentaría a las musas del Siglo de Oro, con la deriva del temor de Dios, que cambiaría los huracanes por los monstruos que aguardaban al final de la Tierra Plana; o volcaría en los Gigantes escondidos en molinos de viento la frustración de no ser un hombre de fortuna en el Nuevo Mundo. Hoy han cambiado las tornas, y el reverso del cautivo de Argel es ese Mediterráneo varado en la impotencia, donde las naves no rolan por otras incertidumbres, con un egoísmo que achica malamente el planeta. El relato de la primera vuelta al mundo no tenía dobleces, porque se forjaba en la bizarría y el heroísmo.

* Abogado