Crecí rodeada de reinas. Por un lado estaban las reinas y las princesas de los cuentos de hadas y de las películas (yo era, soy, muy dada a las ensoñaciones y no es exagerado afirmar que he vivido una gran parte de mi vida, una parte feliz, importante y fértil, en los mundos de la ficción) y, por otro, las reinas de carne y hueso: mi madre, mi abuela, mi tata Marisa, Ana María Matute, Ana María Moix y algunas otras mujeres con las que tuve la gran fortuna de criarme.

Me consta que no soy una excepción, contrariamente a lo que se suele pensar, abundan las reinas y la mayoría de nosotros nos hemos criado rodeados de más de una. Todas ellas se comportaban con la gracia, la soltura, la fluidez, la inteligencia, la humildad y la dignidad de una reina. Gracias a ellas, algunos aprendimos muy pronto en qué consiste la elegancia: generosidad, tolerancia, imaginación, discreción, sentido del humor y cortesía.

Las reinas (las de verdad, quiero decir, no las que llevan corona) saben comportarse en todo momento. Las reinas se preocupan más por leer libros que por hacerse retoques de estética para intentar ser más hermosas o parecer más jóvenes. Porque claro, las reinas saben (porque leen) que son inmortales y que no necesitan recurrir a cosas tan vulgares como el bótox, que no juegan en la liga de la belleza, sino en la de la trascendencia.

También he conocido a algunos reyes. Suelen ser hombres con poco interés por el dinero, con un agudo sentido de la justicia y del honor y con una incapacidad absoluta para hacer voluntariamente daño a los demás. Como ellas, pasan más tiempo dedicados al estudio o a la lectura que a la caza de los elefantes, por decir algo.En cambio, descubrí hace tiempo que no existen los príncipes azules. Fue un feliz descubrimiento, como cuando Miranda en La Tempestad de Shakespeare ve por primera vez a un hombre joven y apuesto. Hasta ese momento, extraviada en una isla desierta, el único hombre al que había conocido era a Próspero, su anciano y sabio padre. Los hombres de carne y hueso que he encontrado a lo largo de mi vida han resultado ser siempre más interesantes, más complicados, más extraños, más sensibles y más sexis que todos los príncipes azules de los cuentos y de las películas. Por cierto, las princesas azules tampoco existen, aunque haya algún despistado buscándolas infructuosamente.

En fin, que ha sido una semana horribilis (como diría la otra) para todas las feministas monárquicas, practicantes y convencidas como yo.

Me queda una duda: ¿existe un máster para ser reina? ¿Lo tendrá Cristina Cifuentes? ¿Y la reina Letizia?

* Escritora