Córdoba, la ‘Ciudad de los Silencios’, es en demasiadas ocasiones la ‘ciudad de los olvidos’, y me veo en la obligación de traer a la memoria, en los albores de este año, de incierto futuro para sus moradores, la figura de María Romero de Torres. Y, ¿por qué no?, también de la propia familia Romero de Torres, que de forma tan generosa, y en el devenir de sus vidas, lo fueron para con este trozo de tierra que todos amamos y que a veces nos maltrata con su desapego.

Hay que recordar que el Museo Julio Romero de Torres, durante muchos años, fue sostenido a pulmón por los hermanos Romero de Torres, que, con una vida de estrecheces, pues percibían rentas exiguas de arrendamientos anclados en el tiempo, se negaron en todo momento a vender un cuadro que les hubiera aliviado de sus necesidades más imperiosas ante su precaria economía. Vivían de manera muy humilde en las dependencias altas del museo de Bellas Artes, del que Rafael Romero de Torres Pellicer era director con un sueldo exiguo. Y la única exigencia que le requerían a los visitantes del museo era que firmaran en el libro correspondiente y pusieran sus datos, pues su acceso era gratuito para propios y extraños. Y me viene a la memoria, en los años de mi niñez y juventud, en mis primeras y siguientes visitas a un museo con unas obras de extraordinaria calidad, pero tapizadas de un paño de humildad y tristeza, lógicamente ante la impotencia de la familia de proceder a su rehabilitación y restauración de las obras de su padre.

Una decadencia preñada de una enorme generosidad. Y me consta porque fui testigo de ello. De las continuas penurias económicas que, después del fallecimiento de Rafael, pasaba María Romero de Torres dentro de su soledad intelectual, sus libros, recuerdos y una Córdoba que bullía detrás de las cristaleras de su vivienda. Pero su actitud era de una tremenda dignidad, y de amor al recuerdo de su padre, y a que ese patrimonio pictórico, a pesar de sus necesidades económicas, no huyera de la ciudad. Y cumplió esa promesa hasta el final. Recuerdo cuando la Junta de Andalucía negoció con ella, ya en la última etapa de su vida, la compra de los cuadros. Ella, siempre pensando en Córdoba, lo único que pidió fue una compensación económica para atender sus necesidades alimenticias y hospitalarias en lo que creía que era el tiempo que le quedaba de vida, ante una salud ya muy deteriorada y que tuvo su final poco tiempo después de la firma de la venta de toda la colección a la Junta. Lo que pidió con esa dignidad que siempre ostentó era lo que podría valer el último cuadro de la exposición, ya que su cuantía, prácticamente, podría considerarse simbólica ante la magnitud de la obra que en realidad donaba a la ciudad.

Y ya con el devenir de los años, este viajero de la vida rumbo a Ítaca, se pregunta: ¿Qué calle hay en la ciudad a nombre de María Romero de Torres? ¿Qué reconocimiento público de calado a hecho Córdoba para una de sus hijas más pródigas? En definitiva, ¿en qué le ha correspondido Córdoba a María y a ese regalo impagable que permite tengamos en este momento ese patrimonio pictórico en la ciudad, de incalculable valor, no solo para gozo de los cordobeses sino también para la gran cantidad de turistas que vienen a visitarnos desde todas las partes del mundo.

Cuando uno va a visitar la tumba de los Médici en Florencia, se encuentra el homenaje que la ciudad le otorga a Catalina de Médici, que hizo algo parecido a lo que, siglos después, llevó a cabo María Romero de Torres. Y desde esta tribuna, por justicia y por respeto, le pido a la ‘Ciudad de los Silencios’ que hable y que, quien tiene la responsabilidad de este lugar, haga algo en recuerdo de esta ilustre hija del maestro que vivió humildemente y prácticamente regalara la obra a la ciudad.

También me viene a la memoria un día, ya algo lejano, que vino a verme mi gran amigo y cliente José María Martorell. Y, presentándose en mi despacho, me manifestó su indignación por algo del nuevo barrio que se había levantado anexo a Ciudad Jardín, que conocemos como el Zoco. Por cuestiones de su negocio, estaba buscando una tienda de distribución de maquinaria agrícola, y se encontró con sorpresa que había una calle a su nombre, y la que conocemos. Nadie, desde el Ayuntamiento ni desde otro altar, le había comunicado nada. Ni una simple carta, ni un detalle. Nada, de nada, de nada. Y tuve que apaciguarlo y decirle que eso era Córdoba, la ‘Ciudad de los Silencios’, que en múltiple ocasiones son positivos, pero que en otras tiene demasiada crueldad. Cuando empecemos a querernos a nosotros mismos, a unirnos en proyectos comunes de forma generosa y sin envidia, soberbias absurdas y violencias pasivas, el puzzle, todavía roto, volverá a recomponerse y a que trabajemos codo a codo con el futuro. Que es nuestro y que depende de nuestro sentido de la generosidad y de la cooperación, además de reconocer y agradecer a muchas Marías y José Marías que conforman nuestra Historia.

* Abogado y académico