Cataluña no es una «seria preocupación», qué va. Es el paraíso encarnado en la tierra, es nuestro pasaporte a la felicidad. No Cataluña, insisto, sino la divertida situación que se vive allí. Cataluña -su particular escenario de interesantes debates ideológicos, dignos de las más altas cimas de la comunicación política y de un respeto escrupuloso a las garantías de los derechos de quien piensa distinto- es una bendición para todos nosotros. Así, cada mañana, cuando uno se levanta, lo primero que piensa es: ¡a ver qué nueva alegría nos tiene hoy reservada ese cuarteto de lujo integrado por Torra, por Puigdemont, por Rufián y Junqueras! Son nuestros cuatro mosqueteros de la felicidad. Y esa Laura Borras, que nos resulta tan extraordinaria en su papel de una Lady de Winter del separatismo que va vestida siempre con ese amarillo entero y refulgente, con su racismo pacífico derramado en cada tuit contra Arrimadas sin que ninguna feminista del planeta de la corrección haya levantado un solo dedo para defender a la nueva líder de Ciudadanos, porque ya se sabe que el feminismo y sus víctimas solamente pueden ser de izquierdas. Cataluña, su edénica banda sonora de inteligente y sutil debate filosófico sobre el futuro del hombre que vindica este tratamiento romántico y cerrado de su pueblo o la aldea, de su barrio o su plaza, frente a una identidad poliédrica del mundo que se debe asumir, es una placidez que nos alumbra en las escaramuzas de la vida, y no es, en absoluto, nada parecido a una condena. Así que no se entienden las palabras del rey Felipe VI, del ciudadano Felipe de Borbón, refiriéndose a Cataluña -«y desde luego, Cataluña»- como uno de los problemas o preocupaciones que padecemos en España, cuando Cataluña representa nuestro pasaporte a una plenitud íntima, un caudal de luz entre las sombras de los totalitarismos que acechan, la última frontera de una ilustración laboriosa y humilde.

Ya sé que el Día de los Inocentes fue ayer -y ayer ya hubo inocentada con forma de columna, referida a Echenique-, pero es que nuestro espíritu festivo excede la frontera del día hábil, del mismo modo que la urgencia de la causa independentista se pasa por el forro los verdaderos derechos de sus ciudadanos. Escribo «verdaderos derechos de sus ciudadanos» porque esta gente se llena la boca discursiva de palabras desprovistas de su significado, con lo cual, al final no dicen nada. Y lo hacen especialmente si se lanzan a parlar, emocionados, sobre ocasiones históricas o derechos de sus gentes, identidades y mandatos. Así, hace un par de días escuché otra vez a Torra hablar enardecido -todo lo enardecido que puede parecer alguien como Torra- del mandato que la gente les ha dado, cuando es falso: ni él ha recibido mandato alguno de las urnas, ni quien lo recibió antes que él -es decir: Arrimadas-, o quien gobernó a falta de que quien sí lo había recibido pudiera hacerlo -Puigdemont-, recibieron ningún mandato relativo a partir en dos Cataluña. Eso era entonces, y ahora sigue siendo, una mentira. Y las mil veces siguientes que la vuelvan a repetir, veinte años después o cuando el vizconde de Bragelonne pudiera ver a un político preso saliendo de la cárcel con su máscara de hierro -cito los títulos de las continuaciones de los mosqueteros, aplicados al folletín independentista-, tendremos que seguir repitiendo, los que recordemos la verdad, no solo que ese mandato no ha existido nunca, sino que más de la mitad de su población aún vota a los partidos españoles.

Dice Gabriel Rufián, que en la galería humana de Dumas no llegaría ni a mozo de Planchet -el criado de D’Artagnan-, que el discurso de Felipe VI ha sido un «mitin de Vox». ¿Veis cómo esta gente no para de regalarnos chascarrillos? Cito textualmente: «La voluntad de entendimiento y de integrar nuestras diferencias dentro del respeto a nuestra Constitución, que reconoce la diversidad territorial que nos define y preserva la unidad que nos da fuerza». Joder, qué facherío. Mucho peor fue cuando soltó: «Tenemos un gran potencial como país. Pensemos a lo grande». Esto, para Rufián, tiene que ser ya de Fuerza Nueva para arriba; lo que pasa es que esta posición a quien define es a Gabriel Rufián.

El regalo de Cataluña, como el del País Vasco -no de esas regiones, insisto, sino de ciertos independentistas, que no tolerarán ninguna otra voz que la suya- sigue manteniendo nuestra paciencia a tono. Ironías al margen, reivindicar la convivencia y la Constitución nunca había sido tan ideológico.

* Escritor