Pocas veces la conciencia ciudadana y la actitud de los gobiernos sobre crisis humanitarias de extrema urgencia como la acogida de refugiados han estado tan abismalmente separadas. Hace un año, millones de personas salieron a la calle en España para pedir a las administraciones que asumieran el papel que les corresponde y para manifestar la voluntad individual de ser parte del compromiso. En septiembre del 2015, tras la llegada masiva de refugiados, víctimas en su mayoría de la guerra de Siria, la UE fijó unas cuotas que fueron recibidas a regañadientes y después incumplidas por la mayoría de miembros. En el momento de la gran manifestación, la mayor registrada en Europa a favor de los desplazados, de los 17.000 refugiados que el Gobierno español se había comprometido a acoger, había recibido a menos de 100. Cuando el pasado septiembre venció el plazo dado por Bruselas, el porcentaje de acogidos no llegaba al 14%. España se sumaba así a los países más recalcitrantes en esta cuestión como la República Checa, Austria o Bulgaria, con menos del 15% (Polonia encabeza el ranking con 0 acogidos). La inmigración se ha convertido en un instrumento político azuzado desde el populismo más abyecto y ha contaminado todos los partidos. Conviene recordar, porque parece que se ha olvidado, que no se trata solo del incumplimiento de un compromiso. Se trata de responsabilidad ética.