Los refugiados tienen ante sí un incierto destino. Como haríamos nosotros, huyen del horror en busca de esperanza para sus familias. En su tortuoso éxodo al paraíso, niños, ancianos y adultos mueren ahogados, perecen de hambre o sed, son apaleados por policías, resultan esclavizados, violados o caen enfermos por falta de atención médica.

Cuando llegan a la tierra prometida, descubren el indolente silencio cómplice del primer mundo disfrazado de muros, vallas, concertinas, devoluciones en caliente, vejaciones o confinamientos en campos que parecen de concentración. Y ahora, olvidando que hace poco éramos los europeos los que buscábamos un porvenir, sellan los puertos para alejar un problema que nadie resuelve. ¿Cuántos miles de muertos más serán necesarios para reaccionar?