Soy bien consciente del jardín en el que me voy a meter, pero lo hago confiado en no tener que guarecerme bajo una piedra por expresar mi opinión para buscar cobijo frente a los ataques, improperios y descalificaciones que podrían llegarme de voceros, fanáticos, intoxicadores de oficio, gurús de la moral y las verdades a medias, prosélitos, intransigentes u oportunistas al servicio entregado de lo políticamente correcto y el pensamiento único. El gran Javier Marías publicó un artículo similar hace algún tiempo, cuando todavía la situación no estaba tan enconada, y le cayó la del pulpo a pesar de ser uno de los nombres más prestigiosos del pensamiento y las letras actuales; algo que sólo se explica si aceptamos que una vez más las cosas se han llevado a los extremos, polarizando hasta tal punto a la sociedad (en este y otros muchos aspectos) que todo el mundo pretende poseer la razón y, lo que es más grave, no tolera bajo ningún punto de vista que pueda tenerla el contrario; y la razón se pierde siempre desde el momento mismo en que se intenta imponer a los otros. Yo, en cambio, soy de los que piensan que la reflexión sosegada -en especial si se hace desde la honestidad, la prudencia, la humildad y el respeto, en voz alta o en público- es siempre necesaria; sólo así podremos corregir sesgos, evitar enconos, distender en algo nuestras vidas (que falta nos hace).

Sin la menor intención de molestar a nadie o abrir heridas innecesariamente, puedo asegurar que conozco muy de cerca la violencia doméstica (aclararé enseguida por qué utilizo este término); sé bien lo que es vivir con esa sensación opresiva y pegajosa de miedo que acaba instalándose dentro como un virus, se lleva por delante el sosiego, la calma y hasta la sonrisa, y no abandona jamás a las víctimas, aun cuando haya desaparecido el sujeto que lo provocaba. Es algo tan brutal, injusto e irracional (¿cómo aceptar que quien más debería querer maltrate a los suyos de cuerpo y de alma?), que acaba provocando un tsunami emocional, arrasa con la inocencia, la espontaneidad y la pureza, y las sustituye por terrores nocturnos, silencios clamorosos, lágrimas de frustración y de rabia, gritos a deshora, y una sensación de orfandad y de ausencia que sólo se logra combatir ovillándose en un rincón, tapándose los oídos y clamando interiormente por un milagro, incapacitados para huir de la tortura. Un tema, pues, tan serio, trascendente, terrible y desgarrador que sólo cabe combatirlo de raíz desde el más absoluto de los consensos, la inteligencia y la templanza, conscientes todos de que su complejidad y sus ramificaciones implican al núcleo familiar en su conjunto y pueden provocar destrozos físicos y psicológicos que dejan la sangre contaminada para siempre. Quizá por eso, en un ejercicio enfermizo a medio camino entre el síndrome de Estocolmo y el más acendrado de los machismos que en más de un caso se encuentra en la base misma del problema, muchas mujeres llegan a entender, excusar, e incluso justificar a sus maltratadores. Son seres humanos, víctimas como todos de su educación y su contexto (vital y social); también de la culpa.

La violencia doméstica afecta a mujeres, hombres, hijos, abuelos, tíos…, que tendrán percepciones diferentes de ella y serán buenos o malos, llevarán razón o no, al margen de su papel en la misma, si bien las primeras, junto con sus hijos, constituyen el núcleo más visible, frágil y vulnerable. Basta consultar los periódicos a diario para constatarlo. Es, pues, una ramificación más de la violencia de género, que ocupa desde hace tantos años el centro del debate sin que se acabe de dar con la clave para solucionarla. La simplificación, los extremismos o la instrumentalización conducen siempre a territorios peligrosos en los que resulta complicado mantener la objetividad, la razón o la credibilidad. De ahí que en mi opinión sea perentorio reorientar todo ello en beneficio de una propuesta de futuro, global, inclusiva y transversal, que erradique determinados comportamientos de nuestra propia cultura (en hombres como en mujeres), y contribuya de manera eficiente a educar a niños y niñas en la integración, el respeto al otro/a y la no discriminación, de ningún género. No se trata de gritar para hacernos oír o imponer nuestros respectivos criterios -cuando lo hacemos estamos evocando las mismas prácticas que condenamos-, sino de asumir unánimemente los parámetros morales, éticos y de conducta que subyacen en el fondo de la cuestión, aceptar que mujeres y hombres sólo se diferencian en su fisiología, ponderar los discursos, y abordar la lucha desde la fuerza colosal que dan la unidad, la firmeza y la ley. Sólo así será posible llegar a buen puerto, ganarle la mano al dolor y erradicar tan incomprensible como inaceptable lacra. Pero monstruos, me temo, los habrá siempre.

* Catedrático de Arqueología de la UCO