Aunque todos los días los periódicos publicaban obituarios y esquelas funerarias, en plena adolescencia actuamos como si fuésemos tediosamente inmortales. Apreciación que comienza a desvanecerse cuando mueren los abuelos o personas cercanas. Entonces, empezamos a tomar conciencia próxima de que existe la vejez y de que la vida humana es como la de los edificios, cuya ruina empieza a fraguarse al día siguiente de la inauguración. No obstante, las palabras ancianidad o senectud son vocablos que contienen una fragilidad que parece remota, diferida. Esa situación dura hasta que, aproximadamente a mitad del recorrido, nos percatamos de que en el Universo hasta los astros perecen en colosales cataclismos.

Durante la personal edad media -ahí suelen situar a la madurez-, pensamos, e incluso lo han escrito quienes poseen esa afición comunicativa, que muchos ancianos, concluida la vida laboral, se asemejan a los barcos que ponen del revés en las playas. Imagen literaria que ha querido desmentir el Inserso con sus viajes para la tercera edad y que a los 80 años, cuando ni los cardenales pueden elegir pontífice, se cambia por la del globo desinflándose o, aún más exacto, por los autobuses urbanos que no se detienen en las paradas establecidas porque en el frontal llevan la advertencia de que se hallan «Fuera de servicio». Ese desistimiento de las funciones cotidianas sirve para recordarnos que todos los humanos de largo vivir acaban claudicando, aunque suavicemos los deterioros con frases hechas como: «Se encuentra algo achacoso, pero la cabeza le funciona lo mismo que a un chaval». Semipiropo que guarda cierta tonalidad confusa porque si la cabeza trabaja muy bien, inevitablemente, adquirimos el convencimiento de que todo lo demás va funcionando de regular a peor: o sea, que estamos yendo, sin poder remediarlo, de Málaga a Malagón.

Pero el mejor símbolo existencial para quienes transitan las últimas etapas del crepúsculo es el otoño, con sus hojas caducas, caídas de los árboles, las cuales «juguetes del viento son», hasta que las recogen los barrenderos. Es decir, cachivaches que, en su último destino -si creemos el bello endecasílabo que concluye el soneto de Quevedo-, «polvo serán, mas polvo enamorado», tras experimentar -ahora le toca a Rubén Darío-, «la carne que tienta con sus frescos racimos» mientras «la tumba aguarda con sus fúnebres ramos». Todo ello, «sin saber a dónde vamos ni de dónde venimos».

Días atrás, recluidos en casa por la pandemia exterminadora, hemos escrito, en chándal y calzado deportivo, estas menudas reflexiones. Para concluirlas sin tristeza nos ha socorrido la memoria, trayéndonos una aspiración formulada el siglo pasado por Dag Hammarskjöld, aquel diplomático sueco de apellido impronunciable, versado en poesía, que llegó a presidir la ONU en los años 50 y murió cuando sobrevolaba el Congo Belga al estallar el avión por causa nunca suficientemente esclarecida. El singular personaje, nobel de la paz, deseaba que al nacer todos sonrían cuando solo nosotros lloramos; y que, al marcharnos, todos lloren mientras nosotros sonreímos.

* Abogado