Un viejo y altamente valorado amigo del anciano cronista y, por más señas, destacado director de dos acreditados diarios provinciales sureños le requiere en reciente y fruitiva carta a que ilustre con algún ejemplo señalado la banalización de la historia a la que aquel consagrara en fecha última una serie de artículos aparecidos en estas mismas páginas. Terreno este sin la menor duda harto escurridizo y aun peligroso para un aprendiz de contemporaneísta advertido por sus sabios maestros de entrometerse en las disputas de sus coetáneos, en especial en las colindantes con la política lato sensu. Empero, una vez más en la pluma del abajo firmante las razones sentimentales se han impuesto, y holgadamente, sobre las de cualquier otra índole.

En verdad, puestos ya a confesarse, el articulista no ha debido hacer ningún esfuerzo particular para satisfacer la petición de su amigo incluso al máximo nivel de la profesión periodística tan admirablemente servida por él. Primer director del diario nacional más influyente en todo el abrillantado periodo de la Transición, J.L.C, goza de una bien cimentada fama de escritor, como lo evidencia, entre otras pruebas, su extensa obra de ensayista al par que de autor de novelas de amplia audiencia, así como su pertenencia a la Real Academia de la Lengua. Inclinado hacia el estudio de la historia y con múltiples referencias en sus obras al pasado español, singularmente al más próximo, en la entrega inicial de sus recuerdos -‘Primera página. Vida de un periodista. 1944-1988’ (Barcelona, 2016)- incurre casi a troche y moche en errores factuales y analíticos de fuerte grosor u hondo calado. Errare humanum est; aliquando dormitat Homerus; lapsus calami, y otras muchas expresiones latinas de irrefutable autoridad acuden a los puntos de la pluma para, muy certeramente, relativizar o aminorar el alcance de fechas, datos e interpreta Amicus Platus, sed magis amica veritas… A redropelo de su querencia íntima, impelido por el reclamo de una profesión ejercida modesta y ardidamente se revistirá de las funciones de los antiguos dómines frente a la ligereza con la que un periodista de altos quilate y merecida reputación en la vida cultural española y aun europea, el muy madrileño D. Juan Luis Cebrián, describe hechos y personajes de la actualidad nacional.

Pues bien y sin más rodeos, el prestigioso autor antecitado y en las pp. 116-17 de su mencionada obra memorialística banaliza hasta el extremo su asidua relación con la adusta Clío. Con alusión a sucesos del ayer más cercano de nuestro país tergiversa en grado insuperable la trayectoria de figuras tan relevantes en su andadura como Joaquín Ruiz Giménez y Fernando María Castiella, convirtiendo al primero en embajador ante la Santa Sede y al segundo en ministro de Asuntos Exteriores en la etapa en que firmara el Concordato de 1953, decisivo en el curso del franquismo. En puridad, conforme recordarán un gran número de lectores, fue justamente casi al revés. El político bilbaino sería por entonces el representante español ante el Vaticano y el madrileño con extensas raíces jiennenses, D. Joaquín Ruiz Giménez, el responsable del Ministerio de Educación Nacional y con enorme ascendiente sobre Alberto Martín Artajo, titular de Exteriores. Calificar, además, a Castiella como «un oscuro democristiano» frisa con el esperpento. Catedrático de Derecho Internacional desde 1935, con descollante protagonismo en la creación del Instituto de Estudios Políticos y en la de la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas madrileña de la que fue el primer decano, traspasa anchamente los límites de lo imaginable en una pluma famada y muy proclive a la censura ajena.

*Catedrático