Las redes de Facebook, Twitter, WhatsApp, Instagram... Y ahora Snapchat. El universo digital viaja a velocidad supersónica, bajo una feroz competencia, y lo novedoso manda sobre lo permanente. Así, la aplicación de mensajería instantánea Snapchat (chat de instantáneas, traducido al castellano) se ha convertido en solo cinco años en la preferida en Estados Unidos por el 72% de jóvenes de entre 12 y 24 años. Allí se encuentran el 50% de sus usuarios mundiales. En España, mientras, ya es la red social que más crece entre los adolescentes. ¿Cómo se explica? Por argumentos rotundos: la fugacidad, el culto a la imagen, la desinhibición y la privacidad, que en el caso de los jóvenes supone tener un espacio propio, sin el control de sus padres.

Ahí radica una de las ventajas que alimenta el espíritu de rebeldía adolescente de estos nativos digitales y que provoca, por el contrario, temores en sus progenitores. El usuario decide la duración de sus contenidos, entre uno y 10 segundos en general, en un frenético intercambio de vídeos, fotos y comentarios. La imagen o el texto desaparecen a los diez segundos de haber sido abiertas por el receptor. Esa brevedad puede crear una falsa sensación de seguridad a la hora de colgar, por ejemplo, fotos comprometedoras o íntimas, que pueden derivar en situaciones de acoso. Esta fue una de las primeras críticas que recibió la aplicación, por lo que incorporó la posibilidad de saber quién ha visto un mensaje, para detectar posibles actuaciones ilegales. También lanzó una guía de Snapchat para padres y desaconsejó que se enviaran imágenes de desnudos. Algo más que recomendable u obligatorio, por cierto, para esta aplicación y para cualquier otra.

El éxito de la App Snapchat nos recuerda de nuevo el cambio del concepto de privacidad generado por las redes sociales. Para los nativos digitales, que viven siempre conectados, no hay distancia entre lo íntimo y lo público, lo que se puede compartir. No acaban de tener claros los límites, restan importancia a la información que facilitan sobre sí mismos y apenas son conscientes de los riesgos, algo que puede llevar a situaciones indeseadas que ni los padres conocen. Unos adultos que, además, en este caso más por desconocimiento del nuevo mundo digital que por ignorancia de lo que significa la intimidad y el derecho a la privacidad, han compartido en muchos casos la vida de sus hijos desde que eran bebés, dejando ya una huella digital que quizá ellos rechacen cuando sean adultos. Es, por ello, básica una educación de usos de las redes para que no haya que aprender a base de malas experiencias. Para los adolescentes, principalmente, pero también para esos padres que no dudan, o no pueden resistirse a la demanda, en comprar un smartphone a sus hijos cuando cumplen 12 años y empiezan la ESO. O incluso antes. H