Desde que comencé mi actividad docente como profesor de Historia, hace más de cuarenta años, mis alumnos me escucharon decir que el periodo transcurrido entre 1939 y 1975 era el de la dictadura franquista, así como que el procedimiento utilizado por Franco para hacerse con el poder tuvo su origen en un golpe de estado, para lo cual contó con el apoyo del ejército, por supuesto, pero también de la iglesia, de los falangistas, de los carlistas y de otros sectores de la derecha, a lo cual se sumarían fascistas italianos y nazis alemanes. También explicaba que el golpe se produjo contra un gobierno legítimo, nacido de unas elecciones, así como que en aquel momento el jefe del Estado, presidente de la República, era Manuel Azaña, elegido en el mes de mayo de 1936 por el procedimiento establecido en la Constitución después de que Niceto Alcalá-Zamora fuera destituido en abril. Como cualquiera puede suponer, no tuve entre mis alumnos a ninguno de los magistrados del Tribunal Supremo que la semana pasada hicieron público el Auto por el que se paralizaba la exhumación de Franco, donde se refieren a él como «jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936 hasta su fallecimiento el 20 de noviembre de 1975».

Convendría tener presente que cuando se produjo el golpe se formó una Junta deDefensa, presidida por el general Cabanellas, y fue dicho organismo el que en una reunión celebrada en Salamanca aprobó un decreto, redactado por el profesor de derecho internacional José Yanguas Messía, cuyo primer artículo rezaba así: «En cumplimiento del acuerdo de la Junta de Defensa Nacional, se nombra Jefe del Gobierno del Estado español al Excelentísimo señor General de División don Francisco Franco Bahamonde, quien asumirá todos los poderes del nuevo Estado». Esa extraña fórmula para definir el cargo supremo fue calificada por Javier Tusell como «peregrina». El decreto se publicó el día 30 de septiembre, pero al día siguiente, 1 de octubre, Franco ya actuaba como Jefe del Estado, y de hecho así figuraba en el decreto de ese día por el cual nombraba una Junta Técnica del Estado. Y de hecho la propaganda golpista a partir de esa fecha se referiría a él como tal. Es decir, llevó a cabo una autoproclamación, en consecuencia los magistrados han llevado a cabo una «legitimación de hecho, a posteriori, de un golpe de Estado», como ha resaltado la Asociación de Historia Contemporánea en un comunicado, al cual me sumo como miembro de la misma, y donde también se considera como «absolutamente necesaria una rectificación total y sin ambages» de esa afirmación del Tribunal Supremo.

Puedo imaginar cuál habría sido la reacción de las fuerzas políticas que hablan de continuo de la defensa de nuestra historia si un atentado contra nuestro pasado como el cometido por los magistrados se hubiera llevado a cabo contra cualquier otro acontecimiento histórico, o las voces que habrían aparecido en ciertos tertulianos y articulistas preocupados casi siempre por un pasado lejano pero que miran hacia otro lado cuando se trata de poner negro sobre blanco acontecimientos de nuestro pasado más cercano. A los magistrados y a quienes no critican su Auto cabría recordarles lo expresado por Tomás y Valiente en 1993, cuando decía que la Transición se había hecho sobre un pacto de silencio, pero que sería pernicioso dar el paso hacia el olvido y la ignorancia. Evitarlo es el objetivo que guía el trabajo de quienes estamos comprometidos en la investigación de nuestra historia contemporánea, al menos de los que no tenemos dudas acerca de que Franco fue un dictador, de cómo se produjo su acceso al poder y de qué consecuencias negativas trajo el golpe de 1936. Y como ciudadanos nos preocupa que unos magistrados de una instancia judicial de tanta relevancia cometan un error de ese calibre.

* Historiador