La antaño nombradísima cuesta de enero se amortiguaba gracias a las no menos célebres rebajas tras los Reyes Magos. Las luces de colores y adornos navideños en los escaparates eran inmediatamente reemplazados por enormes carteles que hacían alarde de grandiosos descuentos.

Hoy, el señuelo de las rebajas se extiende a todo el año y compite con un comercio electrónico en incontenible auge, si bien su época dorada se inicia con el Black Friday y perdura hasta casi la primavera. Lo que no ha cambiado es la influencia de los tentadores incentivos sobre el comprador compulsivo, que solo responde al reclamo del precio; por contra, un consumidor avezado habría explorado con anterioridad la utilidad y conveniencia de aquellos artículos de su interés y, caso de estar todavía disponibles, los adquiriría a un precio muy ventajoso.

Sin embargo, muy pocos tienen en cuenta un coste olvidado: el tiempo; ese valor intangible que se desvanece inexorablemente y al que rara vez reconocemos su trascendencia en nuestra vida, desperdiciado ante tumultuosos expositores y en concurrida rivalidad con otros consumidores desenfrenados. ¿De verdad vale la pena? Los dudosos beneficios de una compra agobiada por el único propósito de obtener un precio favorable tienden a disiparse pocos días después, cuando una apreciación objetiva desmiente la presunta ventaja del precio logrado, a pesar de que legalmente deban mantenerse todos los derechos que asisten al cliente, tanto dentro como fuera de la época de rebajas. Pero es que el problema no reside en el vendedor, sino en el comprador deslumbrado por clamorosas oportunidades y acuciado por la necesidad de sacar el máximo partido a su flaca economía.

¿La solución? Compras sensatas, guiadas por la razón y no por la emoción.

* Escritora