Cara a cara frente al policía, dándolo todo apenas a unos centímetros de los cuerpos y fuerzas invasores, él se siente poderoso, un puño cerrado reflejándose a ritmo de consigna en la visera que protege el rostro impasible del antidisturbios. La realidad pierde toda su consistencia a medida que el deseo de tantos corazones se va materializando, el deseo del pueblo, el deseo de la gente, el puro y simple deseo de votar, el anhelo de romper las cadenas, el afán de elegir libremente por encima de todos los obstáculos. La realidad ya no importa, hace mucho tiempo que no interesa, ahora solo importa el deseo. El deseo y las urnas.

La realidad es que Cataluña no termina de encajar en el concepto de nación pisoteada por un estado opresor. Él lo sabe, pero prefiere no saberlo, incluso prefiere saber lo contrario. Da igual que la hegemonía nacionalista haya hecho del catalán la lengua privilegiada a efectos administrativos, da igual que los medios de comunicación públicos funcionen como instrumentos de propaganda a mayor gloria de la causa independentista, da igual que las competencias plenamente transferidas en educación permitan al régimen contar la Historia a su manera identitaria y parcial. Todo eso da igual. Todo eso es la realidad y la realidad ya no importa.

La realidad es que España (el «estado español»), es una democracia, una democracia con carencias institucionales y hábitos poco asentados, pero democracia al fin y al cabo. Él lo sabe, pero mola más no saberlo, de hecho mola mucho más hablar de dictadura tardofranquista y de represión de la voluntad popular.

La realidad implica el cumplimiento de las normas para garantizar el orden y que nadie pueda convocar súbitamente un referéndum con el que abrir en canal la sociedad. Por eso a él, manifestante enardecido, la realidad no le conviene, porque no cuadra con el épico romanticismo del procés, todos a una en la mani contra los grises del siglo XXI, himnos y banderas y lágrimas y unidad de destino en lo universal.

Ajustarse a la realidad, seguir racionalmente el libro de instrucciones del estado de derecho es incompatible con la fiebre patriótica que lo mismo calienta el coco de multipropietarios encorbatados como las rastas de combativos okupas, las entendederas de charnegos más papistas que el papa y de gente fina con ocho apellidos catalanes.

La realidad es un poco facha, como Serrat y Marsé y todos esos renegados que según él solo son catalanes de boquilla. La realidad es la mitad del personal que no entra por el aro de la secesión. Por eso él (eufórico con la primera carga policial) piensa sinceramente que se hizo lo que había que hacer en el Parlament : merece la pena saltarse algunos trámites de la puñetera realidad si el objetivo deseado así lo precisa. Merece la pena declarar unilateralmente que se acabó lo que se daba y que adeu muy buenas, claro que sí, quién dijo miedo. Ya que estamos, hasta el gozoso infinito de la república catalana y más allá. Con dos collons.

* Profesor del IES Galileo Galilei