Ayer comenzó una nueva edición de la real feria de Palma del Río. El 23 de enero de 1451, el rey Juan II de Castilla concedió al señor de Palma una feria perpetua a celebrar durante quince días en el mes de agosto. Pedazo de mercado libre de impuestos nos concedió el monarca castellano cuando todavía no existía España. Han pasado seis siglos y ya no celebramos quince días, no están las arcas municipales para tanta fiesta, pero España se reunificó en 1492, y además sigue existiendo.

Las relaciones políticas son seres vivos que se consolidan con el paso del tiempo, evolucionan, cambian, se perfeccionan y se adaptan a nuevas realidades. Nada es inmutable, ni sacrosanto, pero sí fruto de la voluntad de las mayorías que han conformado, pueblos, naciones, estados, ferias, costumbres, lenguas e historia. El alcalde de Palma manifiesta una y otra vez que no será él quien quite la real feria de agosto, por mucho que cada verano se repita la cantinela de tener la ciudad dos ferias, más las fiestas patronales de la Virgen de Belén. Es mucho peso tratar de cambiar un legado de siglos, que ciertamente ha evolucionado pero se ha mantenido viva la feria en medio de pestes, guerras, hambrunas y miserias humanas.

Tan libre es cualquiera de irse de vacaciones estos días como quienes optan por divertirse en su pueblo en una de las ferias más antiguas de España. Sencillamente, debemos releer el tiempo que nos ha tocado vivir y adaptar la feria a las exigencias de principios del siglo XXI. Ya vendrán quienes contarán qué bien lo pasaron en las noches de verano de aquel agosto en la feria de Palma a orillas del río Genil, por el paseo Alfonso XIII, el jardín Reina Victoria y el Llano de San Francisco. Gracias al rey y a la concejalía de festejos. Gracias, Ana Belén Santos.

* Periodista e historiador