Las palabras también tienen un componente geológico o incluso energético. Muchos vocablos guardan un ciclo evolutivo semejante a las placas de la corteza terrestre: irrumpen como un modismo, se consolidan y, con el transcurso del tiempo, se produce su subducción en un magma que las consume. Otras, con más suerte, guardan el patrón de la energía, reconvirtiéndose en una transformación continua.

Los más viejos del lugar aún asociarán la camisería con un rotundo nombre americano. Las camisas Ike tenían un marchamo de elegancia, allende cuando la publicidad se hallaba en mantillas y quería seguirse el rebujo del amigo americano. Porque esa marca comercial se apropió de la estela de la visita de Einsenhower a la España franquista, en aquel 1959 en el que el Estado de bienestar americano venía a ser el momento álgido de la Pax Augusta con goma de mascar. Ike, el nombre de pila del general victorioso, el que redimió al único dictador vivo de la troika totalitaria, echando a la candela la autarquía gracias a la carambola de la Guerra fría. Franco le trasladaría al sucesor de Truman su admiración por las estrellas de Hollywood, pero no se atrevería a comentarle en la cena de gala que él alentó una película. Precisamente, titulada Raza. No, no era apropiado. Resulta paradójico que la época de tonos pasteles comenzase a resquebrajarla un movimiento de color. Rosa Parks había dicho cuatro años antes tararí, negándose a ocupar un asiento trasero en el autobús. Ni siquiera había eclosionado esa acepción de la segregación, de tan interiorizada que estaba la separación entre negros y blancos, marcada la línea incluso para mear. Si era cierto que ardía Mississippi, aquí la raza era otra cosa, el nombre pomposo del Descubrimiento, la pedorreta a fray Bartolomé de las Casas por exaltar que nuestra aventura americana fue hija del mestizaje.

Trump echa de menos el esplendor de los drugstores de carretera; la plenitud de aquellos cafés con taburetes tapizados de rojo en los que Edward Hopper cuarteaba la soledad; el falaz engrandecimiento del hombre blanco; la trinchera macabra en la que empaliza la defensa del Álamo con las astillas de la cabaña del tío Tom. En la larga marcha contra el racismo, se habían conseguido arrinconar los ululatos tribales en los estadios contra el futbolista de color. Sin embargo, en los Estados Unidos aún se pone la rodilla sobre el cuello. Y lo más lamentable del inquilino de la Casa Blanca es que invoque el nombre de la víctima para decir que se alegrará desde el Cielo por la mejora de los índices de desempleo. Si nos rigiésemos por parámetros universales, y no nos dejásemos arrastrar por el papanatismo hacia lo anglosajón, esta ocurrencia supera a la reencarnación chavista del pajarico. Ver para creer: Donald Trump creyendo en los angelitos negros.

La espita de las protestas se ha abierto en todo el orbe. Hasta los belgas cuestionan de una vez por todas eludir del callejero a su negrero y esclavista rey Leopoldo. Y eso que Vargas Llosa le dio para el pelo en El sueño del celta. Curiosa la doctrina humana de que una mancha de mora con otra mancha se quita. Cambio coronavirus por incandescencias racistas. Es el complejo del incendiario que por Wallapop le pediría a Nerón una lira. La mejor raza es la del anís de Rute. Fuera de ello, ni un paso atrás en esa conquista que es un jalón inalienable en los derechos del hombre.

*Abogado