Es universalmente conocida la fábula de la rana y el escorpión. Este último quería pasar un riachuelo, e incapaz de hacerlo por sí mismo sugirió a la rana suscribir un acuerdo para que, a cambio de no atacarla, ella le ayudara a conseguir su objetivo. La rana, temerosa de que la alianza acabara fatalmente, hipotecó su frágil sueño y se resistió cuanto pudo. ¡Qué otra cosa podía hacer teniendo en cuenta el macabro historial del artrópodo! El escorpión, sin embargo, persistente, persuasivo, y muy consciente de que no volvería a disponer de oportunidad igual, logró convencerla, y el anfibio terminó por cargar a su espalda al terrorífico bicho, que, cuando iban por la parte más profunda y dificultosa del río, se volvió contra su porteadora y le clavó hasta el fondo su letal aguijón. La rana, sorprendida y agonizante, se volvió hacia él y le dijo con pena: «¿Por qué lo has hecho? ¿No te das cuenta de que tu traición nos costará la vida a ambos?». Y el alacrán contestó: «Lo sé, pero no he podido evitarlo. Es mi naturaleza».

El final de la historia ya lo pueden imaginar. Es lo que ocurre cuando alguien se alía con compañeros de viaje o de vida poco fiables. Antes o después mostrarán su verdadera naturaleza y terminarán por traicionarle o venderlo a los primeros facinerosos con los que se crucen por el camino si de esa forma obtienen algún beneficio o logran ellos salvar su trasero. Tan viejo como el mundo, me temo, o por lo menos como el ser humano, de condición y fundamentos morales más que cuestionables cuando hablamos de poder, ambición, dinero o egos. Todos lo sabemos y lo aceptamos a nivel individual; pero ¿qué ocurre si los que están en juego son los intereses colectivos, el bien común, la cordura, la moderación y la lógica; cuando, bajo el paraguas de pactos más o menos crípticos y en apariencia poco ventajosos, lo que se apuesta es la integridad de un país, la conciliación nacional, la estabilidad, quizá también el futuro? Algunos calificarán de iluminados a quienes se sienten llamados a tan altos destinos e ignoran, desde el desdén y la soberbia, que caminan sobre la cuerda floja, que atizan el odio y la confrontación e instrumentalizan el Estado con la ley en la mano pero cuestionando la ética, escudados en su impunidad. En tales encrucijadas, ¿no sería infinitamente más sensato buscar alternativas; atender a voces autorizadas, capaces de arbitrar, reconducir o moderar los posicionamientos; huir de la radicalización? Hablo solo de invocar el sentido común, la prudencia y la mesura; de retomar esos principios y guías que parecen extraviados y que urge rescatar. En una democracia real cada uno ha de asumir, sin excepciones ni gatuperios, la responsabilidad de sus propios actos; quizá así los ciudadanos recobrarían parte de la fe perdida en sus gobernantes. Pero, también, regirse por las reglas del juego democrático y la lealtad más estricta frente a todo gobierno legítimamente constituido.

A mi entender, y desde el más absoluto de los respetos, con independencia de su color político el verdadero estadista es aquél capaz de poner los intereses propios o de partido al servicio del entendimiento general; el que, desde la firmeza lógica que debe caracterizar al poder, derrocha generosidad y altura de miras; el que, lejos de renunciar a las diferencias, refuerza sin excepción lo que une a quienes gobierna y evita potenciar lo que les separa; el que intenta no camuflar, bajo conceptos de pluralidad política, diálogo, justicia social y progreso, menoscabos al estado de derecho, la economía, la credibilidad de las instituciones y una parte importante de la ciudadanía, víctima de nuevas y salvajes presiones fiscales, recortada en sus derechos y demonizada socialmente, sin que ni siquiera se le reconozca la posibilidad moral de reivindicarse. Y no lo hará porque sabe bien que será motivo de crispación, rencores y desequilibrios sociales mayores incluso que los que pretende combatir convencido de estar salvando al mundo; disfraz taimado para populismos feroces y repartos de prebendas entre aquellos colectivos que -simple casualidad- alimentan sus canteras de votos, en medio además de un intenso tufo a moralina, intoxicación ideológica y sectarismo. «Guardar la medida y atenerse a los límites, seguir la naturaleza, consagrar la vida a la patria y no creerse nacido para sí mismo, sino para el mundo entero», dejó escrito nuestro Marco Anneo Lucano aludiendo a la virtud de la moderación. Y su tío, Lucio Anneo Séneca, en su obra Sobre la ira, lo remató con una frase que muchos deberían tatuarse en la frente para llevarla como bandera y verla bien cerca cada vez que se miren al espejo: «Nadie puede gobernar si no sabe ser gobernado». Tal vez si unos y otros volvieran la vista a la historia, percibirían que ésta es implacable, y darían un paso atrás, o aprenderían con humildad de los que el tiempo ha hecho de verdad grandes.

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba