La única prosa lírica de estos días la escribió Mariano Rajoy el jueves por la tarde, atrincherado en el reservado de un restaurante de Madrid durante siete horas, mientras en el Congreso se vaticinaba su elegía final. Ha sido coherente hasta el ocaso: si ha pasado de todo o casi todo, incluso vislumbrando el precipicio, para qué iba a inquietarse con su borde bajo los pies. El tío ha pasado, exactamente igual que el viernes por la mañana, cuando hubo que acudir para avisarle porque llegaba el turno de su intervención. Ante la posibilidad de estar a la altura de la historia, Rajoy ha preferido poner la historia a su altura y adormecerla con su batín de siesta, que casi no se ha quitado en estos años. Hablo de mi impresión, de esa indolencia un poco burocrática que nos ha transmitido. Si hubiera podido asistir por videoconferencia, quizá sí se lo habría planteado. Pero yo creo que no: ha habido algo infantil en su ausencia definitiva, algo de berrinche sin disimular, algo de «estoy muy enfadado y quiero que lo sepáis», algo de yo me quedo aquí fumando un puro. Porque eso es lo que habrá hecho Mariano Rajoy en ese reservado de su restaurante, bien flanqueado por sus pretorianos: fumarse un puro. En caso contrario no se entiende, porque no había ningún partido de fútbol ni importante ni no importante que ver. Así que este hombre se ha quedado allí viendo pasar el tiempo, rodeado de su conversación, que puede ser tanto sí, como no, como todo lo contrario, envuelto en la neblina cenital del humo del habano, porque estoy seguro de que se lo ha fumado. Si ha pasado de todo o casi todo hasta ahora, cómo iba a importarle incumplir la ley antitabaco. Y a ver quién era el camarero o el compañero que lo corregía: «Venga, Mariano, fúmatelo hombre, que les den», le habrán dicho. Lo entiendo: ya que vas a contemplar tu acabamiento alejado de la incomodidad de una cámara fijando tu expresión al escuchar el sí a la moción del PNV, mejor quedarse en ese limbo ausente de los reservados intimistas, envuelto en la penumbra de tu pensamiento, que nadie salvo tú --a veces creo que ni siquiera tú-- puede presumir de conocer. El humo envuelve a un hombre, pero quizá también lo constituye.

Rajoy nunca ha admitido un error. En vez de dimitir, ha preferido dejar a Pedro Sánchez a los pies de los leones separatistas. La escena es una buena metáfora de cómo hemos percibido muchos ciudadanos la manera personal de Mariano Rajoy de interpretar su mandato presidencial: con una indolencia general, entre cierto infantilismo soberbio --recordemos su desprecio a Rosa Díez, antes de la explosión de Albert Rivera, cuando ella representaba no sólo a miles de votantes, sino una alternativa al PP y también su principal fustigador, al denunciar sus casos de corrupción--, y un pasotismo, o un absentismo, que parecía al borde de la vagancia desnuda. Ojo: hablo de lo que parece, que en política es mucho. Seguramente tanto o más que en la vida. Es lo que ha pasado en Cataluña, donde Rajoy también se ha mantenido en ese reservado de su restaurante --en la Moncloa o en cualquier otro lugar, es lo de menos--, fumándose ese puro ancestral de la indolencia cósmica mientras los independentistas quemaban la Constitución delante de nuestras narices. Ni para dialogar con ellos --el otro día sugirió que estaba abierto a hablar: ahora, a estas alturas--, ni para explicar debidamente a la ciudadanía, dentro y fuera de Cataluña, otra versión, una alternativa a la emotividad separatista, ni para frenarla antes de que llegara la sangre --que en realidad fue poca y se magnificó-- al 1 de octubre. Para nada de eso ha estado Rajoy. Tampoco para asumir ningún papel activo ni pasivo ante el aluvión de escándalos de corrupción, ni ante la sentencia de la Audiencia Nacional. Una gran dosis de indiferencia es lo que nos ha regalado a los españoles, incluso a los más fieles, que se preguntaban en privado y cada vez más en público, ante la crisis catalana, cuándo demonios iba a hacer algo este hombre, a qué estaba esperando para justificar su autoridad. Ni en pedagogía, comprensión ni dureza, Rajoy llegó a tiempo para la realidad.

Mientras se mantenía en su sillón --o quizá no: quizá ya estaba pendiente de que le confirmaran la reserva--, Zinedine Zidane, que ha ganado nueve títulos en dos años y medio, dimitía sin que nadie lo esperara para que su equipo pudiera mejorar. ¿Qué habrá pensado Rajoy, tan futbolero y del Real Madrid? Seguramente nada: se habrá encogido de hombros y habrá seguido fumando.

* Escritor