Pues hoy debo abandonar este retiro voluntario que me había impuesto por una razón de peso. No creáis que se me agotan las ideas para escribir, sino que algunos temas me provocan tal desidia que tengo miedo de caer en la vulgaridad. Porque esta tribuna mía que tengo en este rinconcito del periódico siempre se ha distinguido por abordar temas sociales o rendir homenaje a personajes que forman parte del día a día de la plaza de las Tendillas.

Me aburre sentarme frente al ordenador para dar mi opinión sobre Cataluña, sobre esos «bandos» que nos empeñamos en crear y que separan amistades cimentadas en años. Demasiado bonita es la vida para perderse en reproches de colores. Cada mañana veo la portada de la prensa y me entristece un poco más, pero una pequeña conversación con cualquiera de mis clientes me llega de vida.

En contadas ocasiones, alguno de esos clientes se convierten en «maestros de vida» y ya he hablado en ocasiones de varios ellos. Personas que, con su experiencia o sus vivencias, me relatan una historia de la ciudad que es desconocida para aquél que no quiere escuchar.

Hoy estoy de luto porque hace unos días se me ha ido uno de esos «maestros»: Rafael, el barbero de la calle Málaga. Hombre afable donde los haya. Creo que es una persona que pertenece a mi día a día desde que tengo conocimiento. Era tradición abrir su barbería y recoger su periódico para ofrecerlo a los que aguardaban su turno. Peluquería de caballeros de la vieja escuela, con su característico sillón, su fiel clientela y el gran Rafael junto a su hijo Javier prestando un servicio con el cariño que solo los años de oficio pueden cimentar.

Hace ya algún tiempo que el estado de salud del «maestro» había empeorado y ya no solía subir a las Tendillas pero, antes de partir, con el cambio de ubicación de la peluquería de la calle Málaga a la calle Sevilla, me contaba con orgullo lo bonita que era la nueva peluquería que ya regentaba su hijo Javier. Como bien me decía: «Tu madre y yo somos como los soldados en reserva, ya no se requieren nuestros servicios casi nunca pero jamás nos quitaremos el uniforme». Desgraciadamente hace unos días nos dejó, pero se ha convertido en eterno junto a tantos personajes de la ciudad que pusieron su granito de arena.

En contadas ocasiones nos dejamos llevar por el romanticismo de las tradiciones. Hoy, esa silla vacía que dejó Rafael la ocupará algún cliente; porque el soldado ha colgado galones pero nunca se olvidará su figura. Mucha suerte, maestro. Que la tierra te sea leve.

* Escritor