Pienso en Donald Trump acompañando a los sobrevivientes de la matanza en El Paso, eludiendo las cámaras, ejerciendo la sombra de sí mismo. Pienso en un hombre famoso por su egolatría, que goza ante los focos, yendo a visitar a las víctimas de la mayor masacre en los Estados Unidos contra la población hispana, un auténtico ataque terrorista racista, y escondiéndose: pero no de los periodistas, sino de sí mismo, de su propio discurso sostenido en los últimos años contra esa misma población hispana hoy atacada. Ha tenido que ir, aunque en El Paso nadie lo esperaba, porque es el presidente de EEUU y allí la población hispana es muy potente. Pero el perfil retórico de Trump nunca ha estado al lado de las víctimas, porque no se recuerda un presidente tan racista desde la Guerra de Secesión. Durante la lucha por los derechos civiles en la era Kennedy, poco antes de apagarse el sol de Camelot, varios senadores sureños seguían empeñados en mantener su modo de vida, que básicamente consistía en que los negros no pudieran sentarse en los mismos bancos del autobús que los blancos, ir a sus colegios o entrar en sus baños públicos, porque hasta mear podía ser un acto de emancipación. Ahora Trump rechaza la violencia generada por el mismo discurso de rechazo racista que él mismo ha contribuido a difundir. Lo digo cuando Vox vuelve a criminalizar al inmigrante en un comunicado con más ruido que nueces, como si en España necesitáramos inmigrantes magrebíes para violar a una mujer, cuando la Manada es española y una muchacha noruega en Benidorm ha denunciado la violación grupal de cinco hombres franceses. No hay que proteger a la sociedad española de los menores extranjeros no acompañados. Hay que proteger a la sociedad española de los propios españoles delincuentes, como la Manada, y por ahora también de los delincuentes franceses. Y de los demás, por supuesto. Pero la generalización es aberrante por su falsedad, y el resto es una hormigonera de odio.

* Escritor